miércoles, junio 30, 2004

Don Jesús ya estaba en las últimas pero eso no lo iba a privar de tomar las sobras de tintura que su esposa había usado para disimular las canas que da la mucha y buena vida. Con un poco de esfuerzo y la ayuda de ella se tiñó hasta las cejas; no es cuestión de dejar al alcance de cualquier la posibilidad de considerar vano su intento de parecer moderno. No podría decirse que pudiera estar orgulloso de las obras de sus hijos. Mechi y Suso alternaron puestos en el gobierno comunal durante décadas y fueron actores protagónicos de no pocos desfalcos. Pero qué puede importarle a un padre. ¿Acaso se le podrían imputar las tropelías de sus vástagos entrados en años? Yo no lo sé bien, pero debe haber un momento en que su hijo en vez de decirle papá empezó a decirle Jesús. En ese preciso instante cortó para siempre las amarras del cálido puerto paterno y ya son suyas las penitencias que puedan corresponderle por sus pecados. ¿Y Mechi? Ya se retiró de la política, o la pasaron a retiro otros que tendrían hambres sin saciar. Me tienta esa última opinión. Un pequeño pueblito perdido en el medio de la nada no es muy diferente en sus avatares gubernamentales que un gran país del continente infradesarrollado. Las juventudes de los partidos políticos promedian los cuarenta años y la mayoría de esos atorrantes se han hecho militantes a fuerza de pintar paredones y pegar carteles. Qué puede pedirles uno, más que un poco de moderación. Don Jesús, ya librado de sus hijos, con su vista que poco le ayudaba y un oído no demasiado privilegiado, no tenía mucho que hacer. Ese es uno de los grandes problemas de venirse viejo. La falta de quehaceres emparenta a los viejos con esos armarios viejos, demasiado grandes, demasiado pesados, que nadie sabe donde poner y sin embargo no se atreve a tirar. El viejo Jesús estaba al margen de eso. Tenía su propia casita, contigua a la de su hija Mechi, así que podía sentirse en una soledad acompañada, que lo librada de tener que llamar de urgencia a la ambulancia o de morirse y que lo descubran a la semana por los hedores del ambiente. El viejo se entretenía dándole de comer a las palomas. Ayer pasé enfrente de su casita. Me han dicho que ha fallecido, en su propia cama y sin ninguna enfermedad. También falleció a los pocos días su señora. Claro, la pena, qué otra cosa puede ser. Algo que escapa a los radares de la medicina y a los mejores diagnósticos. Yo iba a lo que fue mi escuela hace ya una docena de años. Por las veredas casi no se puede caminar, tan llenas de baldosas flojas, de pozos y de bosta de perros. Me emocioné al ver de nuevo el mástil y la bandera y me fue imposible no recordar la última vez que icé la bandera. Normalmente pasaban los mejores alumnos. Yo ya no era de esos. En los últimos años es mejor juntarse con los vagos, entregarse a la aventura de no hacer los trabajos prácticos, ir a clase sin afeitarse o responder a los interrogatorios en medio de un sarcasmo hábil para despertar las risotadas de los bandidos. Esa vez pasé con Leandrina, cómo olvidarla en su pelo color zanahoria, la cara llena de pecas y unos ojos de un verde tan potente como nunca más he vuelto a ver. Le pedí por favor que me dejara subir la bandera a mí y que ella se encargara del nudo de la soguita. Siempre fui así de inútil para las manualidades. Pero al levantar la vista quizá lo que me haya conmovido fue ver como el palomar se mudó a los ventanales de la escuela. Las he escuchado murmurar entre ellas durante un buen rato. Acaso ellas tampoco entiendan que lo bueno debe morir alguna vez, como si todo fuera un aviso de que conviene apurar los disfrutes porque uno nunca sabe cuando viene el camarero con la factura de las cervezas que hemos bebido todos estos años. Lo bueno sería es que nos agarre dormidos, en la cama y sin dolor alguno. Por qué no, con las cejas teñidas de color zanahoria.
Hacía frío en Río Blanco. Al pie de la montaña un lago, decenas de huellas hasta la cima abriéndose paso entre cipreses y araucarias. En el valle vive don Matías, viudo con un par de ovejas y un lindo campo que da al espejo de agua. Vive sin saber que pronto los mercaderes norteamericanos querrán tentarlo con una fortuna para sacarlo de ahí. Esas son ocurrencias de extranjeros. A nadie con dos dedos de frente se le pasaría por la cabeza arrancarlo de ahí recisamente a él que tiene más raíces que los árboles centenarios que le dan sombra y reparo de los vientos. Con mucho esfuerzo a criado a su hija Mercedes. Ella es campechana y no podrìa ser otra cosa. En pocos años se ha hecho a la costumbre de los kilómetros a caballo para ganarle la batalla a la nieve y llegar a la escuela. Todo por un sueño: estudiar mucho y bien, hacer fortuna, darle a su padre una recompensa apropiada después de tantos años de esfuerzo. Soledad es hija de políticos. Siempre la ha llevado fácil. Le iba bien en sus estudios sin mayores esfuerzos. Lo único que siempre quiso es casarse con un médico o un ingeniero, ser “la señora de Fulano” y pasear por las callecitas su altanería. Su pretendida nobleza se asentaba en una cándida belleza que no alcanz aba a ocultarle del todo la verdad al ojo atento. Sole conoció a Roberto en su baile de fin de cursos. Roberto tenía un auto último modelo y un don de la palabra que le llegaron al fondo de su pecho, allí donde se alojaba un alma calculadora. Acaso bailaron un par de canciones de moda, se dieron un paseo, un par de besos y ella sonrió satisfecha, segura de haberlo enredado en su telaraña de de lindas tetas y palabras de Neruda. Un buen día del señor, sin causa aparente Roberto la dejó por otra: nada menos que Mercedes. No le costó demasiado trabajo convencer a la paisanita de lo bueno que sería abandonar ese pueblo de casas bajas y sueños de vuelo corto y cambiarlos por una metrópoli apuñalada por anchas avenidas, todas llenas de marquesinas y glamour. Soledad no pensaba quedarse de brazos cruzados. Lejos de asumir hidalgamente su derrota se mudó tras ellos, postergando pretendientes, estudios y buenos trabajos. En su camino de venganza peregrinó oficinas públicas hasta que algún amigo de papá le dio empleo. Se hizo secretaria ejecutiva, se enredó con directores, durmió con subsecretarios, manchó de rouge el pañuelo de un par de ministros, pero sólo pensaba en Roberto. Todo era una enorme venganza de la que nadie se daba por enterado. Una tarde de abril, Roberto sintió que los besos de Mercedes lo llevaban al valle, a las callecitas angostas, al frío del Río Blanco y cayó en la cuenta de que estaba demasiado aferrado a un pasado pequeño, erróneo pero pesado. Y la dejó. Acaso garrapateó unas líneas que ella se encargó de borronear con lágrimas de despecho. No he sabido más de Roberto. Hace poco Mercedes se recibió de ingeniera. Fue su manera de sacar afuera el rencor que tenía, pero me contó que no sabía qué hacer con su vida. En sus ojos se leía que a ella poco le importaban los engaños a que nos acostumbra la realidad cuando nos arranca eso que solíamos querer. De poco sirven los honores cuando uno duerme en la cama fría y no tiene a quién echarle la culpa de la risa, del llanto, del mañana. A Soledad la ví esta mañana. Tenía el cabello mal teñido, llevaba un pantalón que no hacía juego con el saquito verde, justo ella que se fijaba tanto en esas cosas. Su vida no tiene rumbo. Hasta hoy me había despreciado con método, pero al verme en la esquina de la confitería me dijo hola y su rostro decía no sabés las ganas que tenía de verte.

martes, junio 29, 2004

Hay ciertas mujeres que, llegado el preciso momento de la despedida, le lanzan a uno la estocada que a uno lo dejará pedaleando. En ocasiones las palabras que nos dicen nos retumban en la caja craneana lo que dura un viaje de vuelta. Ahí las palabras bailan una danza que no se priva de coquetear con la locura que pueden desencadenar. Me he dado cuenta que no es una cuestión de tono. El cómo importa casi nada cuando las frases son lo suficientemente sustanciosa. Mi madre es de esas mujeres. Acabo de llegar de un viaje. Corto tres o cuatro días, tres horas en la ruta y el resto calor de hogar, cenas suculentas, tetris y partes médicos de aquí y de allá, una exposición en la comisaría (ya me voy familiarizando con el hábito de ser un denunciante), chispazos de amistad en ojos que yo recuerdo adolescentes que hoy anidan sobre ojeras arrugadas. Mamá no estudia lo que me dice. No creo que tenga demasiadas condiciones para elegir el arma más certera. Su idoneidad la focaliza en la elección del momento oportuno. Vamos del brazo a esperar el colectivo que, naturalmente siempre llega tarde y tarda lo suficiente como para que yo encienda tres cigarrillos, los únicos que puedo fumar con tranquilidad allá. Los otros son en el patio, bajo un techo de estrellas, que no cobija mi cuerpo del viento. En general suelo temer que se levante alguno de mis hermanos, o que espíen la brasa de mi cigarrillo por alguna ventana, entonces fumo a las apuradas y tirintando. En cambio la espera del colectivo, sin ser dulce, tiene algo de relajo, de entrega a lo que deba ser sin más ni más. A veces está Natalia y su presencia me inquieta. Aunque siempre me hable de su novio sé que le parezco buen partido. Cualquiera que viva en otro lado que no sea el pueblo, es bueno para ella. No hace falta que tenga facha o plata; le alcanza con que la brújula marque otro punto cardinal aunque los sueños sean de papel. Importa, sí, que sean remotos. Ella sola no va a poder salir de ahí. El caso es que me inquieta fumar delante de ella y cuando lo hago siento que ella está mirando, aunque sea desde lejos, las formas de humo que exhalo. Posiblemente ella ni siquiera esté mirando y lo que me inquieta en realidad es que ella note que estoy turbado porque creo que ella me mira y así. Hoy no estaba Natalia. Había otra gente pero poco importaba. Ni siquiera la presencia de Cristinita, que tanto sabe de mis borracheras adolescentes. Por culpa de la franqueza que otorga el alcohol sabe incluso lo que pienso sobre el amor y las mujeres. Qué linda que está en su nuevo aspecto de madre generosa de caderas. Qué poco le ha quedado del candor de otras primaveras. Apenas los ojos verdes, las mejillas de siempre-sol y el idiota de Demetrio, que se encarga de cuidarla poco, igual que cuando era chica y el que la despreciaba era su padre. ¿Habrá pensado mamá que estábamos solos de soledad insanable? No lo creo. Pero me dijo un par de cosas de esas que se dicen en privado, libres del barullo que hay en las casas y en los bares. Tres horas de viaje pensando en las formas que tomará el amor cuando ya no pueda.

sábado, junio 26, 2004

I

Sabés qué?. Viene llegando el tiempo de dejar de buscar explicaciones, esta mentira cotidiana es como una canción: hay que cantarla, no hace falta entenderla, descifrarla, reducirla a sibemoles. Puedo apreciar cuan bello es tirar la piedra en el estanque y hundir mis ojos en pos de hallar en el fondo un mensaje pero sería de nuevo un idiota. Mejor la perfección de los círculos que peregrinan del centro a los arrabales sin estorbarse. No tengo más piedras, ha sido la última.

II

Voy a entregarme al abandono por un par de días. Se me olvidó en alguna esquina de mi adolescencia un papel y me han ordenado en mal tono que no vuelva si no es con él. De algún modo están suscribiendo un desafortunado dicho mío: nada puede existir si no está escrito. Pude saberlo con claridad una vez. La vi por la calle un día cualquiera, de esos en que uno se entrega a buscar algo que no sabe qué es y recorre establecimientos comerciales en vano. O tal vez no tendría nada para comer y salí a gozar mi único cigarrillo del día con la cara desnuda al viento y estaba ahí. Me miró con esa sonrisa que no habrá podido censurar el velorio mejor organizado. Llevaba un carrito de bebé, eso sí lo recuerdo. Quizá estaba acompañada. A lo mejor sería un esposo de buen porte, pero no pude ver más. Dar de lleno mi vacío contra esas mejillas rosadas de frío y de vitalidad me alejó por completo de todo cuanto podía existir en este mundo. Si fuera pintor, al evocarla hubiera puesto un par de manchas rosadas sobre una escala de grises. El rosa cierto, el resto borroso.

III

Tal vez grité, o salí corriendo. Habré pegado un giro violento sobre mis talones, como quien recuerda de golpe haber dejado una cacerola en el fuego o siente un pinchazo en el pecho.

IV

De nuevo en casa, desarmé un par de cajas en las que guardaba retazos de historia y encontré una agenda vieja, de tapas violetas. Decía por ejemplo:

Febrero 16

Me preguntó si me faltaba mucho para recibirme. Lo habrá adivinado en mis ojeras y en las carpetas que cargo debajo del brazo. No sé que dije. Una semana es mucho y diez años pueden ser poco. Le compre dos mignones.

Febrero 21

Le cambiaron el uniforme. El verde la hacía más gorda. El rojo le sienta bien, hace juego con su cara. Y ese pelo, tan largo, tan rubio. Debió darse cuenta que me quede cien años mirándola. Nunca sabrá que tejo redes con mis ojos y algo de ella me llevé y lo puse bajo mi almohada.

Febrero 24

Me dijo que se llama Lía y que está cansada de decirme flaquito. Atribulado como estaba, le pedí que me repitiera su nombre. Me estorbaba el Tratado de Finanzas Públicas de Dino Jarach. Pocos estorbos de este tamaño dijo mi torpeza que no era pequeña.

Marzo 3

Nos encontramos en la calle. Ella salía de trabajar y yo volvía a casa. Cambié abruptamente mis intenciones, la acompañé al kiosco, fumamos un cigarrillo a medias y no es que nos faltaran.

Marzo 8

Me acerqué a su puesto en el súper haciéndome el tonto. Me tiró un trapo sucio desde lejos reclamando su saludo. Quise abrazarla, era lo apropiado. Nos besamos las mejillas y quise que hubieran besos que no marchitasen nunca.

Marzo 12

Me dijo que tenía ganas de ver Pecados Capitales. El jueves paso a buscarla a las ocho y cuarto.

V

Me cansé de leerme. Mi caligrafía fatiga al ojo mejor dispuesto. Algo había pasado alguna vez. Era cierto el pinchazo en el pecho o el nudo en el estómago. A ese diario le faltaban varias hojas.

VI

Voy por el papel y vuelvo. Que estén todos muy bien.

viernes, junio 25, 2004

Abocado a tareas no demasiado poéticas, no he podido llegar al final de dos opúsculos con alguna pretensión de servir de buen pretexto para proyectos futuros. Disculpen los que esperan más. Por ellos estiro el afán.

Pobre Alejandra

Algunas vidas se parecen mucho a la peripecia del montañista: trepar con la mochila enorme de la pena sobre las espaldas, sintiéndose morir a cada metro del avance hasta llegar una cima desde la que todo puede verse con claridad, lo que ha sido, lo que es, lo que será:

París, 14 de julio (ALLONS, ENFANT DE LA PATRIE...) de 1965

Alejandrísima: (...) Tu popularidad secreta puebla las terrazas del barrio latino. Hay un pintor que firma Piza; otro Arnik. Hay un cóctel llamado Alexandra. Un infame plagiario llamado Hesíodo ha publicado un libro que se titula “Los trabajos y los días”. En el patio de casa, debajo de la pawlonia, juega una gatita negra que imita tu manera de abrir grandes los ojos. Ya ves no te pudiste ir.

Julio(*)

y a partir de eso comienza el violento descenso hacia algo que aunque ya nos tuvo entre sus vísceras no acabamos de conocer. (*) extraido de Córtazar, Julio, Cartas

jueves, junio 24, 2004

Y las palabras bien dichas siempre operan el milagro de que alguien se encante con ellas. Algunas mal dichas también son objeto de hechizo. Lo malo es detenerse en la caligrafía antes que en la música de las palabras. En el fondo ya está todo dicho, para qué buscarle significados tras el velo de una cierta criptografía que se me imagina el lector, queda poco por decirle más que invitarlo a jugar el juego, ver el numerito del mago y creer que de veras puede sacar conejos de la galera. Lo triste del caso es que nunca falta quien, amparado por las sombras y la soledad, osa meterse en los dominios del mago, toma la galera, la observa, toma muestras, saca conclusiones y comprueba que, lejos de toda magia, está ante una pieza de utilería, una baratija que vende caras ilusiones de cartón. Lo triste es que no lloran solos su desdicha. La comparten y he ahí su pecado irredimible.
No se siente muy a gusto. Lo han recibido con cordialidad pero en sus entrañas conocido qué era eso de la distancia, del derecho de piso y el almidón de los lunes por la mañana. Pensé que podía ser diferente. Fue imposible no acordarme de mí, con la salida cómica siempre a mano, intentando ganarme confianzas y prebendas con oportunos guiños, aunque la tarea que me habían encomendado y la burócrata encargada de adoctrinarme me cayeran por el penúltimo forro de las pelotas. No sé. Es ganarse el puchero. No debiera ser tan dramático asumir una postura desapegada. Bastante ingrato es tener que dejar la comodidad del hogar, las palmadas de los amigos, el poco-qué-hacer que el tiempo va encauzando y ya sale de taquito como para cargarse más quilombos. Pero el muchacho no, no cuaja. Puedo perdonarle que sea torpe y se equivoque en cosas evidentes. Puede que me haya pasado a mí también y mi prolija memoria lo ha borrado. Aunque no creo, siempre que reviso, tengo los anaqueles cargados de momentos desagradables y los incunables donde asenté mis tempranas alegrías lucen borrosos, escasos, amarillentos. Pero pongamos que sí, que me he olvidado de todos los reproches y que todos empezamos igual, el mismo julepe, la misma desesperación incontenible que nos conduce al baño catorce veces en por mañana. Que no tome mate podría ser signo de timidez espontánea o ansias premeditada de evitar esa promiscuidad que va de boca en boca. Que no coma bizcochitos de grasa debe ser porque guarda una dieta equilibrada. Que no hable de fútbol, de chismes baratos, que no comente si le ha caído simpática una compañera de trabajo, yo que sé, ha de ser propio de su carácter huraño. Lo que me cae mal del pibe es simple. Su tono de voz. No es que sea de esas voces finitas y roncas, tampoco es que tenga le lengua hecha un nudo ni que su dicción sea deficiente. No. Es que cuando quiere ser amable saludando a cada uno que pasa, grita. Y no hay peor cosa. No es exceso de entusiasmo. Lo he oído murmurar y realmente su murmullo no es audible para un oído normal. El tema es que no puede controlar el caudal de su voz lo que es casi decir que no puede controlar el aire que respira. Y eso me parece de una estupidez digna de hacerle un recuadro.
El peine me ayudaba a trazar una divisoria inútil, convencional, efímera. Al menos eso decía un espejo que no se atreve a escupirme las verdades llanamente y se vale de ardides, se empaña, se oscurece. Quizá lo que me está pidiendo es que lo cuide un poco más, pobre, nunca va a entender que los tipos que se tributan poco amor propio es nada lo que pueden hacer por las cosas, sus cosas. Nunca más estúpido peinarse que cuando a uno le viene a la cabeza quién sabe por qué el dicho de aquella amiga: una mujer no puede interesarse por un tipo que tenga cada pelo en su lugar. Sí, es cierto. La demasiada fidelidad a un parámetro deviene grotesca en su elocuencia. La regla implícita es quebrar las reglas, no quedarse con lo que otros hacen, con lo que otros pregonan. Curiosamente la misma señorita que se fijó en un tipo que no con-cada-pelo-en-su-lugar, será la primera en decirle que lo quiere bien y el bien sigue siendo esa norma que el tipo rompía. De algún modo es como si ella estuviera detrás de mí, como en mis tiempos niños, trazando en mi cabeza la frontera capilar entre “el esto” y “lo aquello”, tratando de imponerme como canon, aunque sea el mismo canon que hace apenas un rato -un par de meses- denostaba. Así debe ser. No hay desayuno con tostadas y jalea en mi dieta. Me levanto retorciéndome de hambre, al filo de la hora y me baño y apuro la premura de un pantalón que ponga a resguardo mi humanidad de la Humanidad. Y las tripas crujen y sería linda la tostada pero ése no sería yo. Ni tampoco el que es capaz de desensillarse de la mochila de los temores y demarcar su territorio con voz de mando, con rigor que aparente clarividencia. Cómo explicar entonces que hay miedos que son esenciales a la historia. Por caso, existe el miedo a estar siempre así, a no aprovechar la oportunidad de subirse a la calesita, pero elegir “el” momento, “la” plaza, “la” calesita y le consume a uno los abriles fértiles aunque no quiera darse cuenta deviene el tiempo de tener la propia calesita y vender la ilusión de la sortija a otros, más inexpertos, imprescindibles para su mediana satisfacción, y que el caballo no es un corcel bravío de la estepa sino una figura de plástico de juguetería en quiebra, que la banda de sonido no es María Elena Walsh sino un caos wagneriano de esos que revuelven las achuras. Es preferible cagarse en la convención y salir despeinado. El viento acomoda a su gusto lo que a uno le da mucho trabajo y ya estoy grande para soñar con dar vueltas en calesitas.

miércoles, junio 23, 2004

Ni bien Noelia ve a su madre calzarse los zapatos de tacón comienza el alboroto. Se pone los platos de sombrero, quiere alcanzar el maletín de papá y vocifera todo tipo de protestas en su media lengua de tres años. Ella prefiere estar cerca de su madre, secretear con ella sobre las peripecias del jardín, acusar al que le pegó y reírse del que se tiro la leche en el delantal, sonreír cuando mamá le pregunta si besó a Matute y pucherear cuando le nombran al tío Cacho. En su poca vida apenas si ha aprendido a asociar las palabras con lo que quiere decir. Más sencillo es apelar a los monosílabos de su dialecto, que forcejean con las señas, caricias, lágrimas, tirones de pelo y alaridos. Poco es lo que sabe más que echarse arriba de su padre cuando el pobre le quita horas al reposo y enciende la computadora para avanzar con sus trabajos o sacarle a mamá las papas de las manos y tirarlas al tacho de la basura. Apenas canturrea las canciones del jardín y el himno nacional pero se da cuenta que cuando su madre se calza los zapatos de tacón es tiempo de irse a trabajar y no va a verla de nuevo hasta bien tarde, cuando pase por esa puerta, la abrace de nuevo y deje a un costado esos malditos zapatos.
Visto así todo parece casualidad. Un número aquí, un destino errabundo por allá, una señorita de red curly hair, un spell, un deletreo y nadie que se detenga ante el umbral con desconfianza y regrese a mirar un barco cargado de alemanes y miserias zarpando allí donde acaba la tierra hacia otros mares, quién sabe sino en el recodo último, de cara a la cruz del sur y al abismo. Pero el abismo no era eso que decían sino una tierra donde el viento era monarca, llena de otros que también escapaban de una guerra o de la hambruna, de cabellos rubios los irlandeses, negros los galeses y sólo alguna red curly hair correteaba en el valle de un río que se hace mar ahí nomás, tanto que da la sensación de que el agua está siempre acechando o será que el clima es cruel but it makes us warm de puertas para adentro. Hemos estado antes aquí. Y antes son muchas décadas de brega. Y nada es casualidad, nada un error, simplemente nos sucede que no sabemos ver.

Balduccio + Massei + Mayer + Piro = Proyecto/4

martes, junio 22, 2004

Me pesan los hombros de cargar camperas, mi cuello se asfixia bajo los flecos de una enorme bufanda, mi garganta, a propósito de la calefacción a gas, tiene gusto a tenaz ardor, en mis sientes se precipita la fiebre y salgo a la calle a ver gente que se carga más ropa que yo y aunque no lo parezca eso es un recreo para mis ojos, lloricosos ellos de leer bajo la luz de las lámparas de la larga noche y ni así dejo de encender un cigarrillo y mezclo el humo con el aliento que se hace notar, siento ajenos los nudillos morados, se me parten los labios y me dan terribles ganas de volver a casa, poner a máximo la estufa y entregarme a sueños infernales, dar vueltas trabajosamente en la cama bajo el peso de las gruesas mantas que me arrancan del mundo y extraño, de todas las formas que me es posible, a la primavera, el aire tibio con el marco del cielo celeste que ahora orilla un recuerdo que se empaña de nubes y se empeña en retornar aunque lo sé lejano, casi tanto como mi corazón que late ahí, a pesar de la mordaza hecha de lana.

lunes, junio 21, 2004

la respuesta al quién suelo dejársela al azar. me acucia la sospecha de que somos todos almas errantes, no demasiado distintas unas de otras y muy a pesar de los sofismas de las apariencias. el cómo jamás me importó mucho. de una manera o de otra siempre llegué. algunas veces fui al primero y muchas otras cumplí mi cometido cuando ya no me servía. no ha sido mi destino abrazar el método, hacerle caso a la brújula, desempolvar el recetario de mamá. el cuándo me resulta chocante por lo obvio. el único tiempo que existe es el ahora. ayer no se pudo, mañana acaso no estemos. sí puedo decir que los porqués me sobran. si existen con el fundamento que yo deseo y apenas son castillos en la arena, propios de una ingeniería infantil, no sé bien. pero sí sé que son el arma con la que asesino y el instrumento con el que me suicido, al cabo me fluyen mansos como ríos los porqué no, en cambio los porqué sí son son contadas montañas que no acabo de escalar. el qué es silencioso. aunque no me lo proponga encaro hacia un embudo del que no puedo escaparme y ni siquiera sé si quiero hacerlo. me mata el dónde.
¿No le estará faltando al mondo blog argentino soltarse más a las aventuras colectivas?
Hay gente más afortunada que yo. Afortunada o inteligente, que a estos efectos es casi lo mismo. Pueden recibir su correspondencia en prolijas cajas de metal que anidan en muros de rejas que no consuelan a nadie con su promesa de home sweet home. Existen otros que, distantes del lujo de un patio verde coronado probablemente con geranios y rosas amarillas, disponen de una discreta ranura desdentada en la puerta, y en ella los empleados del correo pueden ingresar su mercancía demorada sin el menor rubor. En ambos casos, las cartas quedan al cuidado de manos ajenas y de la poca amistosa lluvia del invierno, tan capaz ella de lavarle la cara a los amores secretos que residen en letra masnuscrita y perfume barato. Otra gente, menos feliz, debe responder al llamado de la puerta, y recibe de las propias manos del perpetuo caminante la ofrenda ensombrada y estampillada con colores que homenajean a un prócer anónimo y a una unidad de cuenta que alardea de pesos y centavos, violada por la elocuencia de un matasellos. Por mi parte no dispongo de buzón. Ni siquiera estoy demasiado tiempo en casa. El trabajo y el ocio me disparan lejos de mi cama. Al cabo es un detalle menor a estos menesteres. Nadie me presta atención en el romántico detalle de enviarme cartas manuscritas. Eso desde hace varios años ya. Sin embargo la semana que ha pasado me ha dejado dos cartas. Ambas mecanografiadas con el rigor que caracteriza a los infelices. Una era una citación judicial. La otra aparentaba ser más esperanzadora. Su cubierta casi ilegible tenía el rastro de una caligrafía femenina que no pude reconocer a primera vista. Tengo que decir que tampoco pude identificar con facilidad a quien me la remitía y estaba mal predispuesto para hacerlo. Después de todo nadie me había alertado del inminente recuerdo. Con certera impaciencia corte el sobre de un tirón y saqué la hojita blanca. En ella podía leerse un intimación a que abandone una cierta conducta discplicente respecto de mis compromisos académicos. Debí llorar. Me la enviaba desde una oficina a la que no he sabido querer lo suficiente con la medida de los gratos momentos que alguna vez me deparó. No me dolió la injusticia tanto como desconocer la letra de alguna mujer de pulso impuntual que escribió mi nombre para cumplir con el cometido temerario. Mañana diré que el cáncer, la crisis, la apatía, otras mujeres, acaso alguna otra razón que no me he puesto a pensar, me han alejado de esas provincias que ya no quiero para mí. Y nadie lo entenderá, ni siquiera yo.

viernes, junio 18, 2004

sobre elementales la 4 vida nociones

1
Prefiere pensar que es como un espiral: nada diferente de dar vueltas y más vueltas que aparecen como mecanismos que dilatan la inminencia de un desenlace. Eso y endemientras humo para todos lados como esos mejunjes que son capaces de matar al bicho más pintado. Y la sustancia es algo verdosa, de consistencia sólida pero no tanto, al cabo recuerda a la amistad que pinta de fierro y al menor descuido se rompe y si te he visto no me acuerdo. La pena grande es tomar nota de esa agonía. Es que al principio la llamita gira en circunvalación pretenciosa, tanto como para creer que basta una fuerte decisión para irse lejos del centro de la lata en punta. Pero no es más que un espejismo, por grande que pudiera ser la aspiración jamás irá más lejos que de eso que ves, aunque el olorcito se propague hasta los rincones y aun cuando se precipite el esperado final de llamita que flaquea, el humito, ya invisible, ha hecho su nido en ropas, en papeles, en el mejor de los casos ha aprovechado algún resquicio y se ha fugado. Esa es la ilusión. La verdad es que la llama es apenas una bracita que, al cabo de no demasiadas vueltas, quizá no más que un par, acabará por languidecer y se apagará triste.
2
Estaba convencida de que en realidad no era más que una jaula de dimensión generosa y de barrotes invisibles. Lo supo el día en que llevó la radio y la puso sobre la heladera y supo para siempre que ya no podría sentarse, como si otras bestias la mirasen detrás de ese umbral inescrutable y la alentaran a caminar y a hacer monerías tirándole maníes, muñequitos de mazapán. Los pies sentían en sus plantas el frenesí del orgasmo continuo de nunca detenerse ni cuando el corazón le reclamara a puro galope una tregua a las agujas en jauría que la pinchaban en los ojos. Sí, eran los ojos de los otros los que le habían confinado a ese arrabal de dos por dos, metros o mundos, quién querría saberlo. Tal vez la respuesta fuera aun peor.
3
También cree que es algo pequeño. Cuenta que lo vio cuando era niña y cazaba las mariposas, en particular las que se detenían en la inmensa flor del zapallo. Estas mariposas no eran poseedoras de un cierto nous que las llevaba donde los humanos buscan el alimento y despreciaban el ornamento inútil de las orquídeas. Las atrapaba y las metía en un frasco. Se sentía Picasso intentando llevar la vida a un roñoso papel en el que buscaba retratar las alas, tan pequeñas como infinitas. La bronca o la voracidad que tomaba prestada de ellas la empujaba a abandonar la inocencia que delataban sus mejillas. Si hasta me parece que la viera con la tijera de su madre, cortando las alas y devolviendo a la minucia a su condición de gusano. Gustaba de mirarlos a los ojos. Abusaba de la poca voz de estos seres que tanto se parece al silencio de los cementerios. Los reprendía. Cuenta que una vez, tendría ella seis años, hubo uno que pestañeó. Oírla contar su epifanía era el placer de carnear un cordero, deslizar la cuchilla por el cuello joven, buscando la yugular y clavarlo con certeza y sin ostentación, soñar en el paladar la ternura de la carne deshecha y saberse dueño de la tragedia. Algún otro refutador ha pretendido que ella confundía el agudo parpadeo con el flamear de sus alas que habrían querido ser bandera blanca y no.
4
Tocó en sus dedos la curvatura del cielo negro en la voz quejumbrosa del Robert Plant de los buenos tiempos, allá lejos cuando de entre sus fauces sacaba una guadaña que entraba por los oídos y te corroía el hígado, las várices, los deseos de misericordia. Sabría él también de magia negra que detenía el tiempo de los relojes, quebraba el cristal de las copas, regaba las macetas de un elixir que no dejaba rastros. El roce de la guadaña en los pulmones le daban ganas de correr los postigos, abrir enormes las ventanas, embriagarse de la luz, comerse todo el aire de un bocado, estrellarse en la acera ya que no acerarse en una estrella, la última de la mañana. Al sentirlo vibrar en la víscera su epidermis reclamaba el agua del Tigris, el último madero del arca afamada la palabra sólo era el verbo, eso decía y sin embargo decía más en sus pupilas amotinadas, en la sangre hinchada en los labios, en el diente apretado de la ira, en el puño apretado del poder que ya no puede.
I
La cuestión es ir bien temprano, saludar con distante cortesía al policía de la puerta espejada, subir la escalerita esperando que no haya nadie conocido y por fin llegar al límite del pasillo, pasando antes la cocina y los baños. El reloj está una hora adelantada. El uso de las chicas (de algún modo hay que llamarles) es no cambiar el huso horario ni aunque vengan degollando. Por cierta manía procesalista, a estas horas tampoco han pasado la hoja del calendario, que aun vive su eterno 17 de junio de 2004. Llego demasiado temprano, pero hay que entender que estos asuntos a uno lo afligen. Bueno sería ser un doctor con corbata de estreno que chapee desde la entrada, mirando de refilón las gambas de la secretaria con la cobardía de los anteojitos ahumados en pleno invierno. Pero el caso es que soy extranjero de estas oficinas aunque haya vegetado en muchas otras de igual o peor talante. Hago tiempo. Quisiera fumar pero comprobé que el único cenicero de todo el edificio se encuentra en el hall de entrada, por no decir casi en la vereda, así es alegro la vista mirando la ventana que deja ver el horizonte amarillento que se recorta tras los muros de la unidad penitenciaria de alta seguridad número seis.
II
Por fin, me atiende una señora, vieja pero no avejentada. Me pregunta si estoy apurado. Es que acaban de extraviar mi expediente, o mejor dicho, dieron sus narices contra una realidad que por repetida no deja de ser inverosímil: la única empleada que lo conoce ha faltado. Y ahora? -Tomá asiento. Tiene que aparecer, me dice por encima de unos lentes y le adivino detrás de la sonrisa una rabieta digna de mejores causas. Es curioso. El expediente aparece y no tiene más que diez hojas, casi la misma cantidad que aporté en la denuncia. Y sin embargo se han tomado cuarenta y siete días para citarme con la policía, división drogas peligrosas p ara ser más preciso. Ahora sí declaro. Mágicamente la escribiente deja de tutearme. -Pase por acá. Tome asiento. Su edad, su ocupación? A esto vine? Bah, después supe que era lo más arduo de responder. Confesar veintinueve años es una licencia de burócrata. Mejor sería decir que hace cinco años que no paro de envejecer. Y qué apuntar de mi profesión. Preferí esquivar las vaguedades, ya tendría tiempo de eso. Mejor decir que soy empleado.
III
Preguntado por la Soberbia.Contesta bueno sería tener algún argumento lo suficientemente polenta como para ostentarla Preguntado por la Avaricia. Contesta que es el motor de la especie, factor inescindible de eso que llaman progreso. Preguntado por la Envidia . Contesta que es una señora que constituye domicilio en el mismo vecindario que la estupidez y que por eso lo han convocado. Preguntado por la Gula. Contesta que es sana en la medida que supone alternarla con hambres que no habrán de saciarse. Preguntado por la Ira. Contesta que no hay revolución digna que no se cargue un par de cadáveres Preguntado por la Lujuria. Contesta que ha tomado cuenta de ella en los noticiarios pero sospecha que responde a una confabulación multinacional destinada a desviar la atención del único tema que debiera ocuparnos Preguntado por la Pereza Contesta con un bostezo.
IV
Me lee el acta de declaración como requisito para que la firme. Compruebo que no me han leído mis derechos, ni me han tomado juramento. Ni siquiera se han cerciorado de mi identidad. Qué más da. Por la ventana veo como bajan las nubes y me acuerdo de Gidé cuando decía que no hay cárcel cuando se tienen suficientes ganas de escapar. Bajo las escaleras casi corriendo, prendo un cigarrillo y me descubro intacto.

jueves, junio 17, 2004

un grito corta en dos una garganta y va a dar de lleno contra tu soberbia de miope, hormiga que no alcanzas a ver lo que es grande, mucho más grande que tú.

miércoles, junio 16, 2004

Tenía ganas de escribir alguna vez que si las palabras son los ladrillos con los que erigimos castillos, yo debo ser de esos que los levantan al solo efecto de contemplarnos apenas un segundo, como quien pretende guardar una foto en la memoria, y procede echarlo abajo. Ayer era enjundia, hoy es tesón, mañana acaso resignación sea un rótulo apropiado para esta caprichosa forma de la albañilería, que prefiere prescindir de plano y de plomada, que festeja sin rubor la falsa escuadra, que teme más al aplauso que al derrumbe espontáneo, que escribe con flaca tinta mentiras que borra hasta la lluvia más perezosa, que se ríe de los valientes porque se caga en el verbo del miedo. A propósito del valor conservo en mi memoria un recuerdo que fue botín de heroísmo durante algún tiempo de mi vida. Mi viejo, desde arriba de un techo, me tiraba los bloques de veinte con la sola precaución de que éstos marcharan, como deslizándose, sobre las paredes del cuartito del fondo, y yo los atajaba sonriendo, en mi modesto metro cuarentaycinco y con las manos aun vírgenes de esfuerzos mayores. Hoy, con estas manos de oficinista, disto mucho de aquél que fui, pero alguna vez me viejo le dijo a alguien, creyendo que yo no lo escuchaba, que se le hinchaba el pecho de orgullo por mí. El, que no sabe mentir, dejo caer su satisfacción por mi vocación de adlátere de la mentira. Sonreí.
Otro Bloomsday que me agarra sin haber leído el Ulises. Si alguien me regala pronto un ejemplar hará un favor a la humanidad: hará que no me agarre el próximo centenario sin saber de qué hablan.

LA MEADA DE DIOS

No sabía que hacer con el fajo de billetes que había cobrado. Eran muchos papelitos verdes, un poco arrugados, quién sabe por cuántas manos habrían pasado, qué oscuros funcionarios los recaudaron, los recontaron, los repartieron, los rejuntaron. Antes de tenerlos ahí, su bolsillo no había sido más que un nido donde las pelusas se guarecían de las inclemencias de la vida vulgar y los físicos no hubieran sabido explicar cómo es que no acababan de caerse por alguno de los múltiples agujeros, esquivarle a los bellos de la pierna, al olor de las medias, al polvo de los zapatos para ser al fin libres, hijas del viento. Se encontraría, al cabo de unas pocas cuadras con un amigo, pichón de rufián como él, para idear que hacer con tanta plata. Al otro de seguro le sería fácil pergeñar una estrategia que los hiciera perdurar en la abundancia. No es al pedo que los filósofos de cafetín suelen decir que lo complejo no es llegar sino mantenerse. Mierda que había sido arduo llegar. Pasar por alto los dilemas éticos que le carcomían el alma, o al menos eso sentía él que eran esos dolores en la boca del estómago sino dónde cuernos es que tienen el alma los que saben más de hambrunas que de pases mágicos, de golpes de efecto y fuegos de artificio. Y todo para ahora, con el fajo de billetes apretado por su mano izquierda contra su virilidad hedionda, caminar casi a los saltos, mirando para todos lados como si fuera un ladrón en plan de fuga y no, no era nada de eso. Era apenas un buchón que había entregado a un grupo de conjurados, sus amigos, a cambio de unas pocas monedas que sabían a millones de pesos en la vecindad de su mundo de pelusa y agujero. Cruzó la calle al trote y sintió que algo le chorreaba en la espalda. No se dejó creer que fuese su propio sudor el padre de ese manantial tibio y pegajoso. Se dio vuelta en medio de un mar de vértigo con el tiempo suficiente para mirar que era una auto rojo, cargado de niños, la fuerza que ahora lo aventaba de cabeza contra el soberbio poste de alumbrado y no son ya las pelusas sino los billetes los que vuelan libres al viento provocando las corridas de los transeúntes ante la indiferencia de la calle de nuevo desierta que no pierde un segundo de su apurado tiempo en ver al perro que levanta una pata junto al poste y lo mea como si nada hubiera pasado.

lunes, junio 14, 2004

-Cómo supiste de las canas! –me dijo entre eufórico y sorprendido aunque al borde de estamparme un sopapo. -No es tan difícil, dije yo, mientras pensaba que a este muchacho todavía hay que explicarle todo como cuando no la veía ni cuadrada en estadística, lo cual, dentro de todo, no era tan grave. Quizá el anormal era yo que manejaba con soltura la inferencia y la regresión a la par que iban claudicando mis habilidades con las mujeres. Cuántas cosas me ha sacado la casa de altos estudios. Casi le digo, pero él no lo hubiese entendido, que un día estaba en uno de esas fiestas de cumpleaños que no resultan fáciles de comprender. El agasajado había juntado, acaso pretendiendo alardear de muy querido, a gente de todas las edades que no hacía más que sentirse sapo en pozo ajeno. El caso es que había una morochita, convenientemente acompañada de su marido y un niño, un saldo de familia, pensaba yo, a juzgar por las la prodigalidad de arrumacos que le destinaba a su hombre: a nadie le dura ese entusiasmo seis o siete años seguidos. La morochita, nunca supe cómo se llamaba, era una de esas mujeres capaces de lucir femeninas incluso de overol. Mi curiosidad me llevó a acercarme a ese grupito y pude saber que era una flamante licenciada en ciencias biológicas. Era increíble: no tenpia en la cara ni una marca de sus años de estudiante. Instintivamente reculé: precisamente fue biología la última asignatura que saqué del secundario, días antes de ser universitario. Pero no sé por qué llegué hasta acá. Para salir de la laguna me decidí a explicarle. -Cómo te pensás que no me voy a dar cuenta. Tenés el pelo del color de mis zapatos cuando recién los lustro! No pensaba decirle que hasta un ciego se daría cuenta de que ese día se miró al espejo y se sintió un viejo. Bastaba con escucharlo para darse cuenta que en un instante se le había caído encima el paredón en donde ayer, aerosol en mano, pintaba su adoración por Keith Richards. Primer síntoma del viejo: las cosas que tiene para contar son todas ajenas, tu hijo camina, te vuelca el tabaco y ya agarra el control remoto del televisor. -Sos un hijo de puta, sabés porque me decís esas cosas? No me atreví a pregutárselo.

I
El mate tiene más de liturgia que de infusión. En el ámbito laboral es donde lo veo con más claridad. Es levantarse, caminar hacia el armario con la pesadez de la rutina a cuestas, sacar la pava, el mate, la bombilla y un repasador, ir a la cocina, calentar el agua, comentar liviandades con algún compañante ocasional que se encuentre en el mismo trámite, entretando llenar el mate con yerba hasta completar dos tercios de su capacidad, agitarlo tapándole la boca para sacarle el polvillo (es un hecho del que nadie se ocupa la decadencia de la yerba industria argentina) y que la yerba se acomode con una ligera inclinación. De nuevo en la oficina, busco acompañante para la liturgia, que en realidad es una excusa para no tomarlo en soledad, como hago en casa.

II
Si es a primera hora, tiene algo de desayuno, por eso es que rebusco en el armario alguna sobra del día anterior para picotear. Casi nunca hay nada. Es parte del ritual comentar las noticias, como si estuviésemos leyendo el diario que no tenemos a mano. Normalmente no pasa gran cosa: algún asesinato o secuestro con mucha sangre, un coche bomba en Bagdad, la nueva artimaña de la oficina recaudadora de impuestos. Si el temario sigue en blanco es cosa de pasar revista a la última andanza sexual del flamante playboy que tiene poco tiempo para trámites expeditivos y prefiere hacer una marquita en la pared por cada minita que se come, no importa si es fea o muy fea, lo que vale es sumar, ya se sabe. Sólo por no ofender a mis interlocutores es que no tomo papel y lápiz para seguir trazando personajes. Es que a todo el mundo le pasa encontrarse con especimenes más interesantes que yo, o involucrarse en episodios violentamente graciosos o graciosamente violentos. A mí sólo me pasa que tengo ganas de escribir esas cosas.

III
De un tiempo a esta parte, he visto cercenada una parte importante de esta liturgia. El advenimiento de un nuevo gobierno ha incrementado la plantilla con gente generalmente poco habilidosa, por no decir derechamente inútil. Así es que hemos tenido una incorporación a la plantilla estable que se encarga de calentar el agua. Lo malo es que jamás da con el punto exacto de la temperatura, aspecto medular para que la ceremonia comience, transcurra y acabe con modesta satisfacción. Al cebador le asiste el impostergable deber de tomarse el primer mate, cuando la yerba virgen cede sus entrañas al ingreso de el manso río que sale de la pava. Tan importante es la temperatura del agua que, de no alcanzar su punto óptimo, se produce el consecuente desgarro del sabor que se pretende porque el agua demasiado caliente es incapaz de quebrar la pobre resistencia de la yerba y la quema, de pura bronca nomás.

IV
Me ha pasado que me han traido el agua demasiado caliente y sin percatarme me cebé un mate que me quemó el alma de amargura y por toda consecuencia, en vez de exclamar alguna lisura, rodó por mi mejilla una lágrima gruesa, acaso encinta. Y pensé en la extraña metamorfosis de la que se encargó mi cuerpo, capaz de trocar de inmediato un trago de agua amarga y caliente hasta la exasperación, en una reacción infantil, en una mísera gota de agua salada y tibia. Se me dirá llorar, aun involuntariamente, no es más que una respuesta a un estímulo-dolor y esas cosas poco interesantes. A mí me gusta más -poco entendedor de la biología como me declaro- pensar que sólo se trató de un pase mágico destinado a encandilarme por la espontánea mutación.

V
¿Qué otras consecuencias puedan deparar las lecturas de estas misceláneas llenas de melancolía y confusión? ¿Tal vez alguna sonrisa de compasión, un insulto contenido o sólo un gusto amargo allí donde nace la lengua? Me resulta difícil no asociar cada una de las manifestaciones de la vida a las sensaciones que me provoca leer lo que leo. No me extenderé en la descripción de ese mapa. Los que a menudo me leen ya lo tendrán delineado; a los otros no voy a darles el gusto de mostrar como ciertos lectores cultos me pisotean con su erudición. Sólo quise decir que detrás de la obra de algunos buenos muchachos que la perpetraron daga en mano, se encoge la pequeñita esperanza de que algo que nos toca pueda ser un poco mejor. Ojalá fuera yo uno de ellos.

viernes, junio 11, 2004

En un primer momento hacés fuerza para no entender, gambeteás con ardides las máculas de realidad que te salpican la camisa. Tanteás y es dulce saber que aun tenés manos y piernas y que podés verlas y oir a la vez las frenadas de los coches, el bullicio de los muchachitos y como si probaras un micrófono decís suavecito hola y la voz que quiere ser tersa te raspa un poco en la garganta. Tragás saliva, mirás para todos lados y empezás a caminar sin tener demasiada idea hacia donde vas pero se te ocurre que cualquier lugar ha de ser mejor que ése, sin ese sol tímido, la bajada, el asfalto y la gente que mira sin comprender y que espera algo, quizá como vos sólo quieren un colectivo que los saque pronto de ahí. Todo es una infame mentira hasta que llevás la mano a tu corazón y notas el apuro del galope y en el bolsillo sólo ha quedado un pañuelo que te sirve para secarte la frente y los ojos, querés sentarte a inventariar los huesos pero también deseás correr y miras alrededor buscando señales del camino. Y aunque se te aquiete la sangre, no se va de tus retinas el caño a diez centímetros de tu cara, la billetera, el caño, los documentos, las llaves, el caño… Cuesta detenerse pero al rato te da por agradecer que estás vivo, entero, y a valorar esos milagros pequeñitos como encontrarte para pedirte unos mangos que me alcancen para volver a casa, bañarme y acostarme a dormir, si es que puedo volver a hacerlo.

jueves, junio 10, 2004

-Hola, Jorge, ¿cómo estás? -Buen día, Jorge, ¿cómo le va? Se adelanta en la marcha y deja la puerta ligeramente abierta como muestra de amabilidad hacia mí. Podríamos compartir la caminata ya que nos espera el mismo destino pero nos separan tantas cosas que reunirnos bajo un mismo nombre se me antoja una variante pobre de esa manía de circunscribir las cosas bajo un rótulo. Pero ese tópico es tan común en mis escritos que prefiero postergar su tratamiento sistemático para alguna ocasión un poco más feliz. Lo veo ponerse la gorrita para cubrir la calva y algo de mí sonríe celebrando mi porra desprolija y me da por pensar que si yo me deserrajara un pedo en medio de la calle a nadie asombraría, en cambio él, tan circunspecto en su amable sonrisa que es también obstáculo infranqueable a cualquier pretensión amistosa, sería un viejo asqueroso. Y pasamos por la vereda de la mercería. Si detuviera su andar para mirar la vidriera la gente pensaría mal. Si yo me detengo es para mirar a la de delantalito celeste. Qué ironía que ese vidrio sea capaz de detener algo del frío pero resulte impotente a una estocada de mis ojos tan débiles. Más allá la confitería. A mi, sin duda, me echarían como un perro. No son estas horas las de andar bebiendo cerveza en cantidad industrial, pero a él acaso no le cobren y desde las otras mesas lo saluden guiños de complicidad y también, por qué no, algún abrazo caluroso con palmada y beso. Pero avanzamos para atravesar con una diagonal la placita, ícono de la municipalidad peor administrada del mundo y sospecho que a la luz del día, nada puede separarnos, pero al cruzar la calle esta la casa matriz de ése banco innombrable. A mí me espera la cordialidad de un cajero automático que me dirá que no acaban jamás de acreditarme los dos sueldos que me deben. A él un oficial de crédito, rigurosamente encorbatado, le invitará un café que será amargo a pesar del edulcorante. Las sonrisas de muchos dientes no cancelan las deudas. Así de injusto es el mundo que nos hicimos.
andar por el piso no es conocer la tierra en que naciste pero darte un revolcón te abriría los ojos un poco más dejar que el polvo se acumule en los bordes de la ventana no es honrar a tu origen sino una muestra de tu futuro inmediato: la misma mugre mirar como vuelan los pájaros es imitarlos, o acaso crees que ellos van a alguna parte? púdrete recógete piénsate suéñate de nuevo

miércoles, junio 09, 2004

FELIZ CUMPLEAÑOS

En serio que no era hoy? Caramba, buena vida de todos modos, éste día y los que vengan, muchacha.
Ahora que detenía su marcha verbosa me sentía tentado a contarle alguna historieta de las mías, de esas que siempre acaban mal precisamente porque son malparidas, sobras de las buenas historias que les pasan a otros, que otros me cuentan y llegan a mí suficientemente manoseadas para que yo las vitupere a gusto. Se me ocurrió contarle de esa piba que conocí en el cine cuando los dos, sin sabernos, salimos al mismo tiempo a emprender la ceremonia de fumar. Era hermosa la galería e inmensa la escalera para ver como el humo flotaba hasta desvanecerse y no era difícil imaginar que entraba en las ventanas de un palacete o acaso del loquero del que amenazaba tirarse Horacio que, entretanto, también fumaba. No nos separamos durante esos mágicos siete minutos en que convenía no hablar para no romper la sinfonía de formas. Pienso que fue el no hablar lo que nos juntó, precisamente el silencio. Remanido hasta el hartazgo resulta que los amantes manejan otros códigos, hechos de otra materia que no es el aire que sale de una boca, pero puta que es ingrata esta ruleta, un buen día tuvimos que hablar, y de ahí al naufragio había apenas unos centímetros, de manera que lo mejor era avanzar lento. Y aunque a mí todo me parecía sospechosamente extraño, la cosa marchaba. Lo malo de ella terminó siendo que pensaba. No dejaba de pensar cuando estaba lejos de mí y me dibujaba de un modo que se alejaba cada vez más de mí y en algún momento se dio cuenta que yacía con un extraño, del que nada sabía, apenas el reflejo de un sueño que se desdibujaba en el fondo de un charco. -Y la dejé ir, hermano. Qué querías que hiciera. Venirse viejo es no pelear ni siquiera por lo que a uno le pertenece. Total... de alguna manera sentís que en cada batalla equivocada, y con esto quiero decir toda batalla que no acabe con la muerte, en las inútiles, consumís vida como si endulzaras el café. Hacé la prueba, una cucharada y batí, y otra y otra, siempre es más el café y el azúcar en algún punto se te acaba, o la paciencia o qué sé yo.
No sé por qué acepté la invitación de José Pedro a tomar ese café. Se ve que tenía unas ganas locas de hablar. Para mí que se vio al espejo y se dio cuenta de cuánto le habían crecido las bolsitas de los ojos o se sorprendió con la aparición de la primera cana. De ahí no sale, me juego la cabeza. Le dio por contarme la historia del que había sido su socio, como si yo no la supiera de memoria. ¿Te acordás de Ricardo?. Qué pedazo de genio. Tocó el cielo con las manos el día en que hicieron el congreso de contadores, acá en Trelew, vos estabas? Dio una ponencia que ni te imaginás. Lo veías hablar y estaba poseído por una furia asesina. Quería morderle los talones a la contabilidad hasta estremecerla, jaqueando su base reglamentarista con una clarividencia casi mística. Eso por lo que se veía porque de escuchar nada, te imaginás con revoltosos como Leo, el petiso cacerola, qué querés. Lo cagamos aplaudiendo desde el palco, pero los catedráticos de la primera fila lo miraban de reojo. La que se le armó después! El tribunal de disciplina lo llamó a comparecer. Se reunieron de urgencia un sábado a la mañana para analizar su expulsión, pero tenían más bronca que argumentos así que salieron por la puerta de emergencia. Un poco le dieron la razón a regañadientes. Lo instaban a que deponga esa actitud beligerante contra los sabios principios que han dado de comer a nuestros padres y la mar en coche. Bah! Le pusieron la amonestación privada y una tutela a todos sus movimientos profesionales. Más les hubiera valido retirarle la matrícula porque tener a alguien que te siga a sol y a sombra es una afrenta, tocarte el culo delante de tus pares, me entendés? Ponerle una tutora, te parece a vos, era rebajarlo a la condición de demente, no supiste? La morocha esta, cómo era que se llamaba... Bueno, ya me va a salir, viste que de algunas mujeres dicen que son gatos? Esta era más bien un tigre de Bengala y después de pasar tantas horas juntos en el estudio podés imaginarte, el viejo acusó el golpe y la mina al final resultó una trepa y nadie, ni yo siquiera, pudo convencerlo de que se dejara de chiquilinadas. Para qué, era más que notorio, un impresentable como él, que usaba traje con medias de fútbol ahora lo veías con corbata italiana, un despropósito, todo por la chiruza. La mujer no tardó en avivarse. Un día Ricardo volvió a la casa y la muy guacha se había ido y ni una carta le había dejado. Ya se estaba descorazonando. Para esto la morocha lo tenía en la palma de la mano. Al par de meses le compró un departamentito. Cuánto le faltaría para volar? Adivinaste. Un segundo menos de lo que a él le faltaba para que lo internen... Qué podía decirle yo. Venirse viejo es aprender, por fin, qué es la economía, saber lo importante que es no gastar saliva en intrascendencias. Por las dudas, me encargué de pedir una vuelta más de café.

lunes, junio 07, 2004

Qué espanto salir corriendo porque la mañana viene clareando y no levantar ninguna lectura para el viaje, media hora ir, media hora volver, nada lindo para mirar y ahora sólo es la débil esperanza de que aparezca alguien para charlar y previsiblemente todas las charlas a esta hora son un par de monólogos alternados: la politiquería, el cambio de hora, el clásico, la decadencia inexorable de la noche que es casi lo mismo que decir que ahora todos estamos violentamente más viejos para hablar a los gritos y volver a la casa asqueados de cigarrillo, cuba libre y punchi punchi. Creer o reventar, o dicho de otro modo, hay un dios que se empeña en hacer su aparición triunfal cuando más lo necesitás, por ejemplo el día que te olvidás del libro de Gidé sobre la mesa de luz (dónde más?) es Daniela la que irrumpe con su breve figura y hace tanto que no nos vemos que la charla que se viene tiene algo de catarsis, de palabras en cascada que posiblemente el otro ni siquiera escuche pero lo importante es pasar rápido el mal trago, prolongación absurda de nuestro papel de soldados de la burocracia, exhaustos de pocohacer, jóvenes con sueños jubilados, llagas parlantes, meras incomodidades. Si hasta me cuesta convencerme de que la última vez que nos cruzamos no dudé en decirle, en uno de esos arranques en que uno dice la verdad sólo porque no piensa, que estaba hecha una pendeja; y sí, se había teñido el pelo que ahora era más largo, cachetes, sonrisa perenne, carita de ratón, ya no era la nena de diecinueve que alguien mandó a que me pida un trabajito. Pude hacerla esperar, pero preferí sacármela de encima y me cayó simpática, un bonito adorno para la oficina, lindo culo pensé, querés empezar mañana le habré dicho o capaz que el lunes para que no sospechara que la necesitábamos mucho. A las pocas semanas me harté de las conspiraciones espectrales que odiaba mi estómago. Por esos días medía mi felicidad en cigarrillos/día y arañar los veinte me asustó así que junté a mi tropa para comunicarles formalmente que me iba a la mierda y fue ella la que con alguna lagrimita en ciernes me preguntó por qué me iba y yo esperando que fuera otro, que me diera una palmaba y me diga que me deje de hinchar las pelotas. Mi destino de vagabundo me llevó a otras pampas durante varios meses pero un día subí de nuevo la escalera de Belgrano 778 con quince kilos de más para cobrar lo que me debían. Fue ella la que me pagó. Como si aun yo fuera su jefe y ella mi favorita le pedí que me extienda un recibo, pero esta vez consultó con el nuevo que era la mar de las dudas y yo me sentí lo que nunca: un marido cornudo. Y ahora la tenía de nuevo sentada a mi lado, pronta a hablar de cualquier cosa pero mi mente en un segundo me abrió los ojos a estos años y ya no supe qué decirle después que nos dimos un beso con demasiado ruido, preludio de una siesta juntos sólo porque hace frío y es tanto lo que no nos hemos dicho que ya se ha hecho tarde.

viernes, junio 04, 2004

de la estrechez de mis sueños sabe más mi almohada que yo mismo de su longitud pueden hablar mis compañeros de oficina a mí me queda el resplandor de brillos que no acabo jamás de recordar
En invierno el sol sale de juerga por las noches. Se levanta tarde y trabaja a desgano por la mañana. Sea por la resaca, sea por dormirse una siestita para estar diez puntos a la noche, el caso es que a las cuatro y media junta sus bártulos y se despide hasta mañana.
Encontró, no sé si después de mucho buscar, su trabajo ideal. Siempre había creído que tener poder era algo así como tomar el teléfono, pedir una comunicación a la operadora y desmigajarse en palabras. Antes de eso se había procurado unos modestos estudios de perito mercantil que le habían dejado en la boca el sabor de lo incompleto. Sus años en la universidad sólo le hicieron saber que no era bella (nunca lo había sido) y su juventud se había marchitado. Tal vez por eso se entregó al abandono que quiso ser venganza pero nadie se enteró. Ya no le preocupaba. Había logrado ese poder. Tenía un pequeño escritorio lleno de muchos asuntos que jamás resolvía, un poco por impericia, mucho por temor al vacío. Como Pessoa, tenía una segunda lengua que fue deformándose con el tiempo hasta ser un escudo tenaz ante la espada inquisidora de los extraños. No era el inglés sino una jerga contable lo que ella sabía y, al revés que el poeta, fue el demasiado ejercitarla lo que le reveló nuevos términos y pausas y énfasis que nadie comprendía. Cada vez era más difícil entender lo que decía y con ello fue alejándose de sus compañeros de oficina aunque permaneciera ahí, en su pequeño escritorio con muchos asuntos. Con los años se convirtió en una voz temblorosa ante el teléfono que le devolvía palabras amigas, las únicas a las que ella aspiraba. Decenas de veces, al notar su baja productividad, sus jefes pretendían tentarla ofreciéndole aumentos a cambio de traslados a otras oficinas en donde se sintiera más cómoda, más útil. Pero no acababan de decírselo que ella rompía en un llanto que nadie toleraba. Era mejor aguantarla ahí, un tiempo más, el que hiciera falta para concederle el retiro. Pero la rueda seguía girando y los nuevos jefes la sentían una piedra en el zapato, un escritorio inútil, un lujo que no se condecía con la austeridad que pomposamente anunciaban. Y de nuevo lloraba. Absolutamente nadie entendería su miedo de que las voces amigas pudieran convertirse, a cambio de unas monedas, en ojos que la vean abandonada de conocimientos, de belleza y ahora de juventud. Nadie.

jueves, junio 03, 2004

La chiquilla pone cara de no entender y me declara inútilmente su amor y qué decirle más que invitarla a mirar los relámpagos de una noche oscura que cortan cielo y tierra en imperfectas mitades y a esperar que con rencor indisimulado el ruido del trueno caiga sobre nosotros hasta convertir su voz y la mía en hojarasca que el viento se lleva a ninguna parte ninguna. Y espetarle que fatigar tanto desierto me ha hecho carne el espejismo de escurrir la arena y sentir que mana agua entre estos dedos hasta llenar mi cantimplora pero lejos aun de saciar la sed de ver diáfano el camino si es nada la tregua y pronto estaré de nuevo con mis arrugas de otoño descosido que añora la víspera. Acaso he querido pinchar de nuevo la burbuja y para proclamar que el avenimiento del trueno no es otra cosa que la infame diana que me despertará de mi sueño de paz, breve como el reinado de la espectral luz de un relámpago, y me devolverá a mi trinchera de soldado.

miércoles, junio 02, 2004

CARTA A UNA SEÑORITA CON TROMPA Muy querídisima: Me dicen que me miras a través de un vidrio sin poder ocultar tu enojo de niña que jamás abandonó el jardín, esperando que yo me detenga y abandone por un rato aunque más no sea el descuido y te preste atención. Sabes de sobra y un poco más lo que me cuesta ser delicado y dedicado e hipotecar este preciso y precioso momento en decirte (que también es decirme) que yo hago de mi vida, en cada una de mis hechuras hasta las mínimas e involuntarias, una oración a un dios que me maltrata y del que suelo pensar que nunca me bien recuerda como creo merecer. Y es en esa oración, hija de mis desgracias y madre de mi ansiada e inminente ventura, en la que pongo el empeño que me falta, el que junta telarañas en el último cajón de mi escritorio, quitándole espacio a mis apuntes. Sé que te costará creerlo -las mujeres profesan la fe en detalles de los que no alcanzo a percatarme- pero en la curva de cada a que pueblan las palabras de mi oración estás presente, aunque no lo diga, aunque no me escuches, aunque parezca que no me acuerdo. Eso y todo lo contrario. Cariñosamente, tu sabes quién.
La Universidad en que cursé mis estudios truncos se apellida San Juan Bosco. Las principales instituciones de le escolaridad media son el colegio Padre Juan y el María Auxiliadora. En esos nombres se asienta la resistencia de nuestros héroes que hicieron de la santidad su espada. Los nombres, en particular estos, suelen manifestar una suerte de declaración de principios de los encargados de poner la primera piedra. Esos principios no son más que el reflejo de los valores vigentes en una comunidad en un punto dado de la recta inmensa del tiempo. Sin embargo, a menudo las sociedades deben hacer frente a crisis, ora llena de estrépito, ora silenciosas, que van corroyendo las bases en que se funda la convivencia. Y como natural consecuencia los nombres (estos, otros, los que el lector quiera) ya no identifican ni a una institución, en cuanto al conjunto de valores compartidos que representa, ni a la declaración de principios a la que se alude en primer término; derechamente se convierten en cartón pintado. En materia de escrituras considero que pasa algo sospechosamente parecido. El desandar de este tortuoso camino va socavando las bases del lenguaje y corrompiendo en su escalada a los hombres y las palabras. La necesidad de comunicarnos nos fuerza a hacer uso y abuso de las palabras corrompidas y las cosas que decimos van mudando de contenido con el tiempo y seguirán haciéndolo hasta ser una cáscara hueca, millares de cartas escritas en lengua extraña por una civilización que se ha suicidado.
Torcer la senda equivocada ha sido y sigue siendo mi asignatura pendiente. A veces, sobretodo a la medianoche, cuando a los contables nos ataca el complejo de reducir todo a balances, es que comprendo que màs de la mitad de las veces me conformo con ser feliz cuando dejan de pegarme, como si yo no fuera protagonista de esta película y en mi carácter de espectador debiera resignarme a un final para llorar a moco tendido. A la medianoche suelo prometerme invariablemente que mañana, cuando me levante, incurriré de nuevo en la fantasía de un final abierto...
El amor, o esos episodios que llaman bajo el nombre genérico de amor, nace en malentendidos, pequeñas distracciones en la capacidad de percibir, resquicios donde se agota la lógica y los mitos proclaman que intervienen ángeles u otras criaturas de similar talante. El tiempo fértil dura lo que se tarda en descubrir la anomalía. La idiotez -en alguna de sus variantes- extiende ese lapso durante un período más o menos prolongado. De otro modo, la inteligencia conduce a conductas picaflorezcas que han sido blanco de injurias y todo tipo de despropósitos. Y teniendo en cuenta que la costumbre es la principal fuente de la ley, los comentarios de las vecinas han tipificado a esos menesteres como desvíos cuando no lisa y llanamente pecados. Darse cuenta de que incurrimos en un error y persistir en él: a eso le llamamos fe.

martes, junio 01, 2004

Para sus adentros vivía puteando. Las calles al futuro se habían vuelto todas cuesta arriba. Ya tenía bastante con estar desempleado, dormir donde podía, hacer un sacrificio enorme por comer y cuando podía pitar un cigarrillo o tomarse un copetín. En cierto punto la caridad ajena había empezado a corroerlo. Sentía que no era él sino lo que sus amigos le daban, las sobras del mediodía, un colchón flaco, un acolchado que en adelante no sabría de campamentos ni de polvos playeros, una radio que andaba cuando quería. Eso era y poco más que la búsqueda frenética de una buena razón para no abandonar la marcha. Encima estos del gobierno regodeándose en tener como rehén a un puñado de millones, otros como él que deambulaban por otras calles, alumbrados por la misma luna buscando una moneda que a nadie se le cayó. Así y todo era cosa de apilar unos mangos y permitirse el lujo profano, cada muerte de obispo, de comer un bife como dios manda. Se sentaba en un rincón del enorme local vidriado hasta el absurdo. Ordenaba una milanesa de ternera o tal vez de pollo y le hincaba el diente con una voracidad propia de los que comen salteado. Vaya si sabía lo que sentían esos: los que comían salteado. Entonces cómo hacer para no maldecir a todos los santos al sentir que ha pasado a masticar un pedazo de muela, cómo se hace para seguir como si nada hubiera pasado. Si se te cae un cubierto, te alcanzan otro, pero si se te quiebra un diente? Como no hacer para putear si todo era como una traición enorme de alguien que se empeñaba en condenarlo al sufrimiento, pero por tramos. Bueno hubiera sido poder prescindir para siempre de un diente. Qué más da. Lo malo es que quedaba una incómoda fracción, empecinada en aflojarse paulatina y febril, como cuando éramos chicos. Un día un poco, al otro día otro poco, ayudado por la lengua que intentaba acelerar el cumplimiento del veredicto hasta darse contra una resistencia y al otro día un poco más. Al pasar le ofrecieron un trabajo mal pago. El hubiese aceptado por la mitad del sueldo porque ya no sabía cómo combatir el paso de las horas un poco más pesadas cada vez. El primer día llovía. De tan entusiasmado que estaba se peinó a la gomina y salió casi corriendo a tomar el colectivo que lo depositaría en la morada de su nueva esperanza. Gambeteaba los charcos, todo por llegar impecable, cuando sintió un clack. Al fin había salido el pedazo de muela que le quedaba en pie. Con ella dejaba atrás una gran incertidumbre: ahora sabía que no le dolería mucho más que antes pero no dejaba de ser triste tener una porción muerta de sí mismo en la mano. Sin pensarlo demasiado la tiró para que se ahogue en un charco y volvió a correr.