sábado, julio 31, 2004

Temo

Temo por mí. De día me visitan fantasmas que no me dejan en paz. Son los de siempre. Se van un tiempo sólo para renovarse bebiendo del néctar que todo fantasma que se precie debe tener a mano para no perder su capacidad de asustar. Si la cuestión es confesar, debo decir que algunos de ellos me aburren. Su persistencia a través del tiempo y de los lugares a donde hube de llevar mis pasos me fatiga. Algún día de estos que están por venir -lo sé por qué esta tarde le echado un ojo al calendario y a los santorales- yo también me convertiré en fantasma y de esa fatiga que he ido construyendo con las horas juntaré el temple que se requiere para que el perseguido se convierta en perseguidor y dejen por fin de afligirme y sepan en carne propia lo que es sentir que te muerden los talones a la luz del sol y te corren la cobija justo cuando la noche se hace más profunda y más fría. Tengo miedo de mí y me busco para darme un buen susto. Acaso en ese afán es que he abierto la puerta de mi ropero cada vez más desierto y me he encontrado en una camisa blanca sin planchar, herencia de los buenos tiempos en que podía orillar altanero la elegancia. El cuello estaba un poco vencido y los puños raídos de tanto fregar, que es casi como decir que esta última temporada me he batido más de una vez a duelo y el esfuerzo ha sido vano. Lo sé porque mis huesos cargan la convicción de la derrota y sin embargo la camisa esta ahí, esperando que la ponga sobre mis espaldas y la esconda bajo un suéter de colores más vivaces, deseosa que el sudor de mis axilas deje en ella su marca y de nuevo me bata a duelo con el jabón que me quema las manos, la enjuague y la lleve de nuevo al sol, allá afuera en el cordel, colgada por un par de broches como si fuera un preso con libertad extramuros, que una vez por semana saca a pasear sus inmundicias en pos de la certera redención de Febo. Tengo miedo de mí y de mis indecisiones. Me pasa que quiero poner proa hacia algún puerto pero apenas despliego vela y catalejo y abro el mapa buscando a San Telmo me da por recordar las deudas que tengo acá cerca y me asalta un cierto pudor de irme sin pagar las facturas que me han extendido por los errores que he cometido. Y ya siento que no he sido yo el autor de esas patrañas, o bien que si he sido yo es porque tuve en vista algún fin que otrora lucía noble y hoy, a punto de quedarme con las manos vacías, es un papel amarillo con la marca de la frustración. Tengo miedo de mí cuando sea capaz de descifrar el extraño mecanismo del amor y caiga en la terrible sensación de saber que todos estos años he estado mirando mi ombligo y de mi mirada a nacido la pelusa de no entender cómo es que debe quererse a una mujer o a más de una si eso es lo que corresponde. Temo por mí cuando el vaso del que bebo pasa el umbral de la mitad y algo me dice que lo bueno ya ha pasado para nunca volver y que no hay ya lágrimas dulces que beber y todas son amargas, como las que se derraman en silencio a los pies de las lápidas. Y no hay lápidas que recuerden el epigrama aquel de la espada en medio de la cama, trazando una divisoria contingente y perecedera porque siempre supimos que uno de los dos quebraría la frontera y la guerra sería de nuevo la reina. Temo por mí cuando me pregunto demasiado porque noto que se ha roto el necesario equilibrio entre interrogante y respuesta y en este juego es preciso la tabla en la partida casi tanto como el agua, como el aire. Temo de mí cuando sé que mi mañana es de nuevo la procesión de un solo hombre, el que se va que es un poco el que viene llegando, pero no tanto.

viernes, julio 30, 2004

jardín

1 Tal vez por tenerlo siempre conmigo a pesar de tanta mudanza es que nunca me había fijado en mi jardín. Cada vez que me fui de algún lado, sea luego de meditarlo largamente, agobiado por los malos vecinos, lo ajustado del presupuesto; sea por ser consecuente con el impulso peregrino de dejar todo lo que había conseguido con sucio dinero, siempre llevé conmigo mi jardín. Yo sí sé lo que es dejarlo todo, escaparse casi por la ventana y con lo puesto, apenas un poco más: un saco para el invierno, un pantalón presentable para salir y algún libro ajado. Más tedioso es enumerar las cosas que he dejado a cambio de arrancar de nuevo: la obra completa de Poe, mi interminable colección de discos de u2, la última carta perfumada que me mandaron en mi vida, los lentes para leer, tres o cuatro libros de Nietzsche que apenas había hojeado. Y ahora que lo pongo en palabras parece poco. Pero es poco si lo comparo con lo que vino después. Me sobró afecto pero el par de pantalones que tenía se gastaron hasta la piedad. No me faltó música pero castigué con la desnudez a mis ojos que no han parado de leer, de fijarse detenidamente en los colores de un cerro, de aprehender -si es que eso está dado a un tipo que no es artista- el vaivén de las caderas de Jovita, el misterioso funcionamiento de una canilla, el proceso de elaboración de la cerveza. Pero en cada pequeño paseo que emprendí en plazas en las que todos eran extraños que actuaban con absoluta familiaridad, en territorios abandonados por la mano del hombre, ante lastimeras cascadas, en las horas que dormité andando en la ruta, bajo la nieve y tomando cachaça, siempre tuve en mí el jardín que cultivé en los años felices, como si hubiese presagiado que fenecería la miel en mis labios y marchitaría mi idea del amor. 2 Pero como casi todas las cosas, la demasiada proximidad por no hablar derechamente de yuxtaposición, contamina, invita a la displicencia cuando no al desprecio. Siempre tiene que venir alguien a cantar loas a eso que tenemos en la piecita del fondo, cubierto de polvillo -que es desdén que no se limpia-, purgando la peor de las condenas: el ostracismo en el propio reino. Mugre hay por todos lados y nadie dice nada pero la mácula en el vidrio reluciente revestirá el carácter de ofensa. Pero basta que alguien necesite eso que nosotros tenemos aunque sea poco. Tantos hay que no tienen nada ni un madero que los sostenga a flote. Hojarasca en el viento son, hijos de nadie, y nosotros orondos en nuestra preocupación errónea de pretender perdurar cuando nunca llegaremos a mañana si no hacemos de este interminable día una oración que honre al padre. 3 Vino alguien, sí. Tres de junio del año dos mil cuatro de nuestra fe. Eso anoté en mi diario. Dijo conmoverse por mi jardín descuidado y al fin supe que es lo único que tengo, lo único que nunca habrá de abandonarme como yo he abandonado a tantas cosas invitando a que el abandono se vaya de aquí, para siempre. En un principio no supe qué decir, lo que otras veces cuando un relámpago corta en dos la noche: esperar que el trueno caiga sobre mí, el rayo que me parta en dos de una vez y digo dos y quizá diga mil pedazos que hasta ahora se han llevado tan mal. Esos pedazos he sido hasta el tres de junio en que alguien me mostró sus flores lánguidas sedientas de primavera que hace apenas un pestañeo de mariposa eran el solo escombro, la escoria de una vida que alguien soñó resplandeciente. También escapó imprevistamente de los lazos que le ataban las alas a un destino ruin. Coraje, milagro, predestinación dirán los que a todo le ponen rótulo. Recién allí pude darme cuenta de que mi jardín es bello en a medida que mis ojos no han podido con todo esto y necesitan verse en el brillo de otros ojos verdes como los míos, con pintitas amarillas (cómo serán cuando las lágrimas, me he preguntado esta mañana) y fue el alba un puente que no se donde conduce y no me importó. Al cabo poco tengo ante mis ojos sino hay otros ojos. 4 Y mi flor es la palabra y mi huerto se sabe fértil aunque sea vasto el invierno.

jueves, julio 29, 2004

el asombro y el puñal

I Bicho raro el asombro, apto para tomarnos con el pie cambiado y dejarnos con los ojos del tamaño de un par de huevos de avestruz. Más raro es para los tipos que como yo hacemos demasiado culto de la razón y de la lógica binaria más allá de ser tentados a menudo por el sofisma, esa mujer de piernas largas y falda corta que se entrega demasiado fácil. Ha de ser curioso ser el asombro mismo, tener esa facultad de nacer sin fecundación previa, sin un proceso de gestación que lo haga una materia más acorde con el paisaje. Ni siquiera ha de poder compararse uno con aquel que, arrancado de su tierra, se ve un día entre gentes que hablan otra lengua y practican otras religiones cotidianas, tan disímiles a las propias que bastaría que fuesen el perfecto contrario para que el extraño les encuentre un sentido, una ilación. No debe ser fácil serlo. Vivir una vida tan breve como la de una mariposa y sin embargo notar en ese pequeño segmento de la noche que todas las flores están puestas para el propio deleite, fundamentalistas de todos los colores, antagonistas de los cartógrafos que de cada centímetro anhelan hacer un mapa. II Para el que lee desde hace rato no es nuevo que desde hace meses que escribo como si pretendiese mi propia cosmogonía, como si esto que tengo todos los días no me alcanzara para nada, que el tiempo me resulta corto y el esfuerzo estéril cuando no encuentro razones para sentirme útil. Entender algo quiero. Qué estamos haciendo acá. Por qué tanta noche si la noche más larga termina cuando despunta una luz leve, fuerte en su debilidad quebrantadora de un orden supremo, rupturista. Cada día tras esa cosmogonía. Deliro a veces con que la necesito para explicársela a mis hijos, como si esa fuera la única esperanza de ganarle a la muerte, prolongarme un poco más allá que la efímera vida de la mariposa que no puede probar el licor que atesoran todas las flores. III Y de vez en cuando son imágenes. Un flash de felicidad supremo que quiero leer como felicidad ordinaria sólo que esta vez salpica una vida teñida de claroscuros, muchos de ellos previsibles pero que siempre tienen la consistencia de una puñalada en la espalda, sólo que soy yo mismo el que empuña, soy el puñal y soy la víctima y soy el testigo y el juez y la pena. Pero, retomando, de vez en cuando una imagen por la calle, en mis sueños o en mis anotaciones de fluir de la conciencia y veo clara mi alma errante por los confines de un firmamento interminable, sin rumbo. Bah, rumbo tengo o debo tener aunque no me esté dado saber con precisión cuál es. La puta manía de aferrarme a las pocas certezas que no tardan en convertirse en escombros y de nuevo la intemperie, la incertidumbre, la puñalada. Pero el presente, siempre el presente que a veces muta en destello, en fuego que se sale del fuego y uno cree ser feliz y haber estado persiguiendo ese momento por billones de instantes sólo conectados por el delgado hilo de tenerme a mí, alma errante. Y allá otra alma errante, dueña de mil caras como yo que sólo puedo verme una y me disgusta nos cruzamos en algún punto de ese firmamento y no queremos entender por qué nunca antes, por qué justo ahora que yo, o justo ahora que vos y justo acá que es y tan lejos de allá que sería... IV Entender que estos envases en los que nos vemos atrapados son eso, papel pintado, féretro de almas vivas, eternamente vivas, borrachas de la perpetua soledad, puestas a buscar razones para morigerar el dolor de la pena describiendo en el cielo una infinita línea, por comodidad digamos una elipse, que quiso que a los veintinueve años, siete meses y dos días de la era en este envase estemos acá, cumpliendo un cometido, tratando de ser sutura para las cicatrices absurdas, veneno matademonios y no más puñales.

¿?

miércoles, julio 28, 2004

fracasueños

I

Quién no recuerda melancólicamente sus fracasos Eso se preguntaba recientemente alguien a quien suelo oír con más detenimiento del que se merece. En verdad si hay algo de lo que uno no puede desprenderse ni cuando duerme es de las malas cosas que le han pasado. Es noche y queremos tregua pero el sueño se convierte en el mejor campo de propagación de los episodios que nos torturan. De vez en vez los enemigos adoptan ribetes caricaturescos pero quiénes sino ellos son los protagonistas de nuestros sueños. Desconfío de las sonrisas complacientes que me regalan cuando duermo porque sé que es esa una máquina infernal que obra como una suerte de profecía que más tarde o más temprano acabará cumpliéndose.

II

Será por haber vivido poco o porque tengo una soberbia que no cabe en mi corta estatura que siento que no tengo ningún fracaso del que hacerme cargo. Las derrotas son episodios, cicatrices, no condicionamientos. Aunque sean muchas no me inmuto. Tal vez me ha marcado en demasía la voluntad de mi padre de ponerme este nombre y asegurarme que con él a cuestas no me quedaba otra alternativa que ganarle a lo que me pusieran en frente. Mi recuerdo melancólico elige pasear por los barrios de un puñado de éxitos menores. Esos sí me han quedado para siempre y no es que yo sea eso que suelen llamar un optimista. Cualquiera que lea con continuidad estas páginas puede dar fe de eso.

III

Cuando promediaba mi adolescencia y me sentía radiante y feliz aunque apenas tenía dos pantalones que ponerme me parecía que estaba tan lleno de mí que eso que vivía no podía ser otra cosa que un sueño que se había prolongado demasiado. No me costaba caer en el absurdo de saber que nunca los sueños se extienden más allá de lo debido: diez o quince años de vida entran tranquilamente en cuatro o cinco horas de sueño casi tanto como que mi biografía cabe en media carilla. Tenía aun vivo en mis retinas el recuerdo del primer día en la escuela primaria, allá en los tiempos en que era apenas más alto que ancho y usaba un portafolios muy flaco, azul, con cierre. A pesar del bullicio de aquella tarde de 1981 algo me decía que me había sentado y recostado sobre la blanca pared, justo debajo de la campana que servía para llamar a clases o imitar las formaciones militares cantando a la bandera o, mucho mejor aun, para el recreo. Quizá haya evocado la primera imagen que tengo de mi padre, con su pullover verde con escote en V, apenas delante de la ventana que era la reina de la pared celeste y grasienta. Cerré los ojos y ahí quedé soñando que cosechaba felicitaciones de toda índole por mi precocidad.

IV

En general los sueños adolescentes son más bien utópicos. Es central estar cerca de los amigos, que uno juzga los más fieles posibles, los compañeros de las única aventuras dignas de contarse. En un segundo plano está la prosperidad de vivir en una casa confortable y conquistar a la más linda del barrio, trabajar poco en algo que no sea demasiado gravoso. Sin embargo es importante soñar cosas que sean imposibles como meter la nariz en el pelo una mujer como Nicole Kidman o apretarse contra un pecho poderoso que nos guarezca de los chubascos que habrán de suceder.

V

Por eso (o por las cosas que mi flaca inspiración no se atreve a decir) cuando escucho Red Hill Minning Town estoy de nuevo ante la escalerita de mi escuela, frente al mástil y los años no han pasado y sin embargo sólo deseo que pase esto.

martes, julio 27, 2004

Si mi rostro fuera un poco más agraciado no sería tan prisionero del espejo que se empeña en usar resaltador para marcar aquello que me duele. No sé por qué lo miro tanto y le pregunto cosas, si el tipo que me mira sigo siendo yo, que me gasto siempre en tres o cuatro interrogantes que nunca tendrán respuesta, salvo que los féretros tengan por dentro alguna inscripción que despeje esas dudas. Y así, y no sólo por efecto del espejo, las paradojas se multiplican a punto tal de pensar que soy yo mismo el que pone empeño en ver las cosas que no son. Por eso será que desde hace años apilo granos de arena de una playa a la que nunca fui en verano; la visito cada invierno porque prefiero la soledad, el frío en la cara y las verdades que me dice el mar en su lengua que se sabe universal. Con esos granos de arena prolijamente voy trazando algo, que en un principio creí que era obra del azar, pero cada vez más echo la culpa a otra cosa. No, no es un destino que se encuentra escrito en algún papiro, pero sí puede que sea un premio. Eso es lo que quiero pensar: que los granos apilados van dando la forma de un rostro que he perseguido cada una de esas tardes solitarias de cara a la voz del mar. Y el premio ha sido la bendición de darle colores a esas arenas y ponerle el nombre de una piedra preciosa.

El latinismo del día

Prefijo: Ex Significado: Que ha dejado de ser Ejemplo: Expersona
Cuando dos personas dicen de sí mismas que son "ex".... (complete la línea punteada con lo que corresponda) significa que ya carecen de la voluntad de perdurar en ese estado: terminaron, discontinuaron, acabaron, fenecieron. No sé si he sido claro.
Alguna razón debe haber para que yo desconfíe tanto de la gente que se empeña en agradecer, que dice buenos días dos veces a falta de una, que finge interesarse por la salud de mi familia y de mis mascotas, que se llena la boca pidiendo permiso cuando cualquiera con dos dedos de frente sabe que la modestia que lucen es pura impostura (esto último a mis ojos, claro; para otra gente eso queda bien). No sé. Se me hace que tanto lugar común, tanto protocolo, tanta preocupación por la forma, tanto rezar antes de comer es propio de los que están sucios por dentro, tienen poco qué decir y viven lavándose las manos como si pudieran así higienizar su podredumbre.

lunes, julio 26, 2004

shine on

Repentinos deseos de decir abracadabra y ser río en el mar vecino que tanto se parece al mar azul que muestran los mapas allá arriba, donde la vida termina o recién empieza, vaya uno a saber. Ansiedad de ser licor y ser bebido en sorbos pausados que despierten la sinceridad o el espanto, que no apaguen la sed sino que la multipliquen y sentirme regurgitado y volver a ser licor. Vocación por ser mano que no se conforma con su destino prensil y leer en el cielo la propia tentación de ser carne del horizonte. Hambres de ser toallón y cargarme en mi osamenta las gotas que te sobran, que es otro modo de decir que me gusta ser custodio del diamante que hasta ayer desconocía o que juzgaba carbón en la apatía de una vida miserable. Intención no velada de transformarme en huracán y envolver en una paz pequeñita ese transcurrir agitado y bailar en círculos soltando destrucción a bocanadas, robarme todas las vidas y las tumbas, saquear, secuestrar y apagarme lento, al cabo extender la paz pequeñita en la llanura que termina allende el bosque colorado. Instinto de saberte un líquido que se derrama en mi piso, salpicando libros, almohada y diploma para saber de una buena vez qué es lo que quiero cuando quiero todo y qué es todo cuando quiero lo que quiero.

sábado, julio 24, 2004

haces ases

El transcurrir opaco de los días que se van es un espejismo. Pero el presente minuto y los que vendrán pasan también en otra dimensión que no nos es dado conocer salvo bajo los efectos de algún narcótico o de la germinación de la locura entre las paredes de hueso que almacenan el dispositivo central de la (des)inteligencia humana. Haber hundido mi nariz en una foto que daba idea de tres dimensiones y que en su serena combinación cromática denotaba el nacimiento de un pecho rotundo, salpicado por infinitas pecas con aires de pretenderse centro del cuadro, me llevó a la senda que me aparecía en un principio lejana, mística, incapaz de acogerme como su peatón. Me dejé llevar por la necesidad de cigarrillos o de atisbar la portada de los pasquines y caí presa del encanto sin articular en mi defensa oposición alguna. Vi mi imagen en la pantalla y me imaginé que otro era el que devolvía mis gestos, imitaba mis pasos, se quitaba de la cara los cabellos desordenados por el viento. Detrás de un vidrio vi otra imagen cautivante. Era el andar de una gitana de interminable pollera el que se hacía simétrico con mi paso cansino. Era yo, era éste el momento pero era otro mi aspecto, esta vez roñoso y lastimero. Yo multiplicado en haces de tiempo. Yo y yo. A pesar de saberme de este lado del vidrio arrugué mi nariz por el mal olor y me conmoví por el bebé que colgaba de su pecho como un ornamento certero para causar dolor, para refutar la pollera colorinche que antes me había empujado al asco. Intenté acercarme durante horas pero a los pocos segundos ya estaba del otro lado, con ella, dándole unas monedas misericordiosas aunque ella no ocultaba su deseo de que le ofrende la billetera completa. Le dejé también un atado de Parliament casi completo pero no pude conformarla. Antes, a cambio, me había adivinado el futuro. Por ella sé que me espera el neón y una multitud de mujeres que se repartirán mis pedazos. A su maldición eterna le agradezco la sonrisa, no la mía, sino otra, de un carmín que es la viva carne de satán, que no se parece en nada a esas bocas que hablan mucho y dicen poco. Me río de la gitana, de su impotencia, de sus argumentaciones encriptadas en las que se encomienda a vaya a saber quién. Le dí lo que podía darle, pero una gitana siempre quiere más.

El extraño caso de los "usurpavidas"

De un gobierno que felizmente llegó a su término un mal afamado sindicalista dijo: va a ser lento hasta para caerse. En efecto, una porción de la población se complace en usurpar vidas ajenas extendiendo hasta el hartazgo las despedidas. Y los conozco bien. Hay que estar atentos, no dejar que se apoderen de un segundo nuestro. Ha de ser por aquello de que “les das la mano y te toman el codo”, lo cierto es que su manera de ser es “ser en”. Al principio son complacientes, saludan con gentileza y simulan complicidad con tal de ganarse nuestra buena voluntad. No conformes con eso se pasean por las calles orondos de la amistad que no les pertenece y al menor descuido dan el zarpazo. Sí, se fingen amigos íntimos, novias fieles. Constituyen una sociedad que está hecha de nuestra omisión. Se jactan de ella. Se pregonan felices. Convocan a la envidia ajena aunque ella esté ocupada en menesteres acaso más interesantes. A alguno de ustedes les habrá pasado. A fuerza de andar solo por la vida uno se siente acompañado de saberlos ahí, relativamente próximos a la vena sensitiva y en algunos casos se deshace en agradecimientos soslayando el peligro que suponen. Nadie, absolutamente nadie, cuando uno de estos seres se aproxima con muestras de amistad se pone a pensar que se trata de un caso de usurpavidas. No es que reclamen un rol protagónico en este rodaje. Por el contrario, entran de costado, como quien no quiere nada. La aproximación es lenta y la soledad nos hace inocentes hasta deseosos de que algo ocurra. Y ese es el fatal error. Concretado el daño no alcanzan los días por vivir para arrepentirse del hecho. Ellos siguen su vida. Simulan ser generosos o, lo que es lo mismo decir, se multiplican en palabras huecas que en una primera lectura parecen emotivas. Dios libre a las almas solas del advenimiento de estos seres en plan macabro. Son expertos. Cuesta imaginarlos tramando su primera intentona, pero alguna vez lo han hecho. No les importa si al cabo de un intento fallido los han echado con veneno de garrapatas. Demuestran una entereza que espanta o seduce o ambas cosas a un tiempo. Yo también he caído y estoy arrepentido. De poco vale mi consejo. Si a alguno de ustedes le toca hoy, el año que viene o en la próxima vida no alcanzarán a darse cuenta. Mi aporte es testimonial y catártico antes que esclarecedor. Solo quiero anoticiarlos para que abran grandes los ojos y no permitan que los “usurpa” se queden con un cacho de su existencia y encima se crean con derecho a reclamarles los daños, perjuicios y el lucro cesante. Viven en otro tiempo. Por eso no saben ser breves. Participan de la idea de que una vida es poco... para hacer de las suyas. Sépanlo: ni siquiera son delicados a la hora de irse. Al contrario. Pretenden que su encantamiento se apodere de las despedidas y así se encargan de extenderlas hasta lo indecible. Se abusan del poco sentimiento que pueda cargar uno en las arterias y ensayan para quedarse los mecanismos más viles. No canten victoria. Nunca la primera despedida es la definitiva. Su arte se funda en ejercer la corrosión con parsimonia de monje copista del siglo IV. Se irán. Siempre se van. Pero se habrán quedado antes con un cacho de tu vida, lector, la que no tiene precio, y la lucirán en su vestido como una medalla, premio de las batallas perdidas hidalgamente. Siempre pierden y ellos lo saben, pero se apresuran a juntar retazos de muchas vidas para por fin armarse una, pobres almas del demonio. Han venido a este mundo ayunas y no quieren irse como han venido.

viernes, julio 23, 2004

Hay que ser realmente un boludo para...

Perdón, JC, otra vez te afané un título. Tranquilo, Lobo, ya vendrán textos peores   I. Declaración de principios Camaradas: Los invito a la reflexión. ¿Somos los bloggers las nuevas estrellas de la farándula vernácula?, ¿es preciso que resignemos nuestra privacidad, blanqueemos nuestras relaciones sentimentales, pasemos revista a nuestra lista de amigos, a los contactos de MSN?, ¿se impone la necesidad de que el estado cree un ministerio, que decrete una política regulatoria de la actividad blogueril, que supervise el ejercicio de la seducción escrita (y la oral, en una segunda etapa del plan), vamos, que ponga fin a este descajete?. No lo sé, pregunto. El que tenga la respuesta, sírvase apuntarla aquí mismo. Es para un trabajo práctico que me piden en la facultad.   II. La vida está allí donde no te gusta Un mal trago fue. Daniel cuenta por ahí como se deshace de las estúpidas que lo abordan con proposiciones no menos estúpidas. Son una epidemia, sin duda. En cada palabra que leen ven la foto suya. De cada situación textual hacen un significante a la medida de su libidotetosterona. Se parecen a esos que razonan cosas como la siguiente: El triángulo formado por los segmentos que unen tres puntos X, pongamos el obelisco, el parque Lezama, y la carnicería El Chaltén de mi tío Pocholo, guardan perfecta relación en sus dimensiones con la cara norte de la pirámide de Keops. Ergo, la carnicería El Chaltén de mi tío Pocholo: 1-     Está condenada al éxito, o 2-     Vende la mejor carne de porcino del todo el barrio, o 3-     Es el punto escogido por el Padre para el nacimiento del nuevo Mesías. Lo que prefiera el lector.   III. Descubierta sea la pólvora Para el que no lo sepa, es buena hora de decirlo. Los escritores son todos unos farsantes. Toman las historias de su vida cotidiana, las recortan, las emperifollan, las envuelven con moño y luego escriben libros que se venden en escaparates de revistas, o crónicas policiales en diarios de la tarde, o (dios mío!) weblogs de tinte escatológico, anarco-fascsista, analfa-progresista, romántico o realista. ¿Ha sido Ud. protagonista de alguna historia redactada por estos farsantes? Sírvase pasar por la Fundación Dios y la Patria (sí, os lo demanden), acá le dejo el volante: la dirección es Bahía sin Fondo s/n, Barda del Medio, Río Negro (Arg). Si su carta es enviada por Correo Argentino participa por el sorteo de una licuadora marca Sonmix, de segunda mano, excelente estado de conservación. Nosotros les pondremos los puntos sobre las íes y las tildes hasta cuando se trata de acento prosódico, que estos sinvergüenzas no guardan ni el decoro ni el respeto de las normas de ortografía, ley capital de toda sociedad que se pretende democrática y tal y cual.   IV. ¿Pelotudo se nace o se hace? Cuando era chico padecí muchas humillaciones. Sentía que el mundo me insultaba. Infamia vení que te tomo de un solo trago. Tal vez un día caí en la cuenta de que si uno siente que todo el mundo lo toma por pelotudo, es que en realidad es pelotudo. Bastante trabajo le cuesta al ser humano encontrar consensos como para no hacerse cargo de tal unanimidad. El día que me anoticié de la novedad seguía siendo el más bajito del grado, el más pobre, y el más feo, en perfecta yuxtaposición. Alguien se creyó en condiciones de decirme alguna tontera y me permití la pequeña digresión de aplicarle un sopapo en pleno pómulo. Para no abundar en detalles, baste decir que tuve que ir al médico a que me aplicase un calmante en la mano. No era mi mundo el de los salvajes aunque estuviera rodeado de ellos, pero un día me paré en el centro y dije mi nombre a quien quisiera escucharlo. Ese día dejé de ser pelotudo.   V. De la escritura como brazo armado del silencio A veces es necesario hacer una pausa a tanto desvarío que el viento se lleva a llanuras estériles. Pero antes de ponerle pause a esto es oportuno decir que la escritura, contra todo lo que piensan los sotretas que quieren ponerle límites, es una forma de callarse. Tantas puteadas no llegan a buen puerto sólo porque uno tiene a mano un papel blanco y un lápiz de labios para escribirlo que viene siendo tiempo de hacerle un monumento al tipo al que se le ocurrió anotar algo en la pared de su caverna. Tantos divorcios, tantas escenas de pugilato se han evitado por este manso remedio que la Organización Mundial de la Salud debiera tomar debida nota de esto: la escritura sana los males del corazón y es incluso mejor que el alcohol, sus efectos son prolongados y siempre existe la chance de desdecirse, posdecirse, redecirse. Albricias, escribas del mundo, el mundo es vuestro y el placer es mío.   VI. Puta que es chico el monitor Hoy sentí unas ganas inauditas de cerrar este blog. No pueden satisfacerse todos los gustos y hay quien está leyendo aquí una biografía cuando apenas hay una sarta de palabras que se pretenden relatos inconexos, reflexiones de borracho, panfletitos pedorros que se sueñan la Suma Teológica. Lo pensé un poco. Evalué quitar los comentarios, deshacerme de los links, eliminar los archivos, o tal vez la foto o la declaración de principios o todo junto para dejar sólo una dirección de correo, o borrar el blog por completo sin previo aviso. Después, el café de la tarde me dejó en claro que sería injusto con unas diez o quince personas que me leen habitualmente. Leen. Eso solo. No se ponen en jueces que me señalan con el dedo. No buscan las raíces de cada texto. No son complacientes en los comentarios. En el mejor de los casos se descubren pensando algo, más allá de lo que estaba escrito. Iba a ser injusto con ellos. Además, si dejo este espacio en blanco no es como si yo muriese con él. Nadie lo echará de menos más de una semana. Vendrán otros mejores. Finalmente, el blog es para mí. Es mi espacio de experimentación, de catarsis, qué sentido tiene darle el gusto a quien se jacta de saber leer y no hace la O con el culo de un vaso. Así que acá estoy. No me fui.

jueves, julio 22, 2004

confesalia

1 No sé casi nada de escritura. Apenas si puedo hablar por lo que es mi corta experiencia en la materia. No conozco personalmente a ningún escritor con todas las letras, ni siquiera lo que pueda llamarse el lugar de trabajo de ningún escritor. Apenas si puedo decir que mi escritorio ha sabido de mejores tiempos y que no es saludable comer en el mismo lugar que se usa para escribir y leer. Al menos para leer uno puede llevarse el libro a la cama y puede, si es libro es bueno, sentirse confortado en el espíritu al mismo tiempo en que el cuerpo encuentra reposo y calor suave. 2 Una de mis intuiciones respecto de las formas de escritura es reducir a dos el número de sus variantes. La una es sentarse, tomar el bolígrafo y el papel (o sentarse frente a la computadora) y darle con rumbo Norte, sin saber mucho a donde ir a parar. Alguno de mis textos que considero afortunado es hijo de ese método que sospecho parecido a un río: el agua siempre busca el bajo, no hay manera de perderse con tal de que uno empiece y termine en la misma sesión. El asunto se complica cuando el escribidor acusa en su cuerpo la vigencia de estímulos extraños: la escritura de un texto que nació luego de la agitación por la oportuna carrera que salvó mi vida de peatón no puede continuarse al cabo de la ingesta de tres platos de ravioles. Exagero el ejemplo, pero la sustancia es ésa. Trabajar la roca hasta sacar lo que uno pretende es cosa seria: no puede venir otro cualquiera que no tiene una imagen de la idea y trabajar la masa por uno. Así he estropeado muchas cosas que tenía escritas que podían tener mejor destino que un tacho de basura. Al menos así me lo ha informado mi intuición, una cierta emoción que nace de algo vecino a los pulmones que a veces sale por los ojos en forma de llanto. No tengo hijos pero leer algo bueno de la propia pluma debe ser como ver corretear un hijo por un parque, escaparse entre los árboles y volver a nuestro encuentro y romperse en un abrazo de mejillas rosadas. La otra variante que concibo es pensar previamente la materia prima, moldearla con los mecanismos de la razón, con todos los riesgos que implica entregarle la llaves de casa a un extraño. En las pocas ocasiones que opté por esa variante he sentido que lo que hago es malo, que me hago un nudo con tantas ideas. He vivido ese cuadro en la época que era un alumno aplicado y me preparaba para rendir el que consideraba “el examen de mi vida”, el diez que me faltaba en la libreta. Tanto para decir y tanto nervio me convertían en un mediocre y la frustración se multiplicaba. Me pesaba demasiado saber de antemano el rumbo que había elegido. La única ventaja que le encuentro al método es que cualquier texto cerebral puede retomarse a placer. Es sencillo recorrer el sendero regado de migas de pan: siempre esta ahí aunque las ideas manoseadas ya no sean tan seductoras. 3 A menudo me han visitado ideas tentadoras como sirenas de cabellos rojos y he preferido masticarlas, pensarlas hasta darle una casi-forma antes de sentarme a mecanografiar y no, el tiempo las echó a perder o dejaron de gustarme o les eché una pizca de razón y las reduje a una porquería sideral. En cambio tantas tardes me senté sólo porque no sabía lo que hacer y me puse a hacer catarsis o inventario o brainstorming y obtuve por fruto cosas que no siempre me gustaron pero que otros ojos han juzgado mejor que yo, dándole múltiples lecturas, examinando influencias, halagando cadencias o fuerzas totalmente desconocidas para mí. 4 Quizá en la punta de los pies una cosquilla me despertó el recuerdo de Marieta y me dije que sería buena hora de escribirle algo, hacerlo en buena letra, meter el texto en un sobre y enviárselo por correo y adivinarle a la distancia alguna lagrimita piadosa. Ella leyó mucho más que yo, y hoy andará evangelizando literatura en algún colegio pero siempre festejó mis interminables cartas. Antes había soñado una casa hecha de libros y colchones pero ya se le pasó. Los veinte años se escapan siempre cuando uno más los necesita y nos dejan la melancolía o el ansia de la vida burguesa; a mí, lo primero; a ella... Armó su vida, sabe lo que quiere: ser vegetariana y salir a correr por las tardes. Yo sólo quería darle una zancadilla, que trastabille y que algún golpe la devuelva allende la primavera de la vida. Había escrito un poco. El resto lo pensé. Mucho. Y dejó de gustarme eso de contarle las costillas a las hojas del otoño. 5 El invierno había depositado en mí una asquerosa fatiga que sé que al sol le costará mucho arrancar. Demasiada muerte, demasiada amenaza, mucha lágrima y diente apretado, agua fría que se mete por el zapato roto. Pero junté mis pedazos de la calle o quizá alguien los juntó por mí y tuve ganas de volver de nuevo a la senda previsible de buscar la felicidad por modesta que pudiera ser. Dejar de pensar en mañana para buscar que este instante sea uno que no se acabe nunca. Pero apareció. No la llamé. Me había olvidado de ella y con mucho trabajo. Según me dijo aquella vez, se había cansado de mi fantasma. Lo sé: nunca asusté a nadie. Qué buscaría. Hacerme trastabillar. Putamadre...

martes, julio 20, 2004

Los mitos modernos han enterrado a Homero, lo cual es casi lo mismo que decir que el viejo ciego (que acaso no sea uno sino varios o quién aseguraba que no haya sido una mujer como decía el Borges provocador, el más divertido de todos) está más vivo que nunca. Uno de esos mitos es especialmente preferido por la prensa y por los vendedores de baratijas: es la supuesta llegada del hombre a la luna. A estas alturas cualquiera que tenga dos dedos de frente sabe que nunca ningún hombre fue a la luna. Hay miles de razones para sostener esa teoría es una vil mentira, que se sostiene sobre unos pocos cimientos que saben cada vez más de refutaciones que la hacen casi romántica sino fuera porque la transmisión televisiva de entonces tenía poco de las magia de Herbert George Wells. Sí, ese descubrimiento había sido mucho mejor porque era a la medida de cada uno que lo leyera, casi como los mitos más antiguos que ahora firma la Metro Goldwyn Mayer. Lo que más me molesta es que en la filmación que pretendió recrear la atmósfera lunar fue atribuida a Stanley Kubrick. Quién pudiera. Al menos el cielo hubiese estado lleno de estrellas brillantes y la bandera de la infamia no hubiera flameado con descaro. Y si hoy, que está tan de moda la cultura del backstage, nos hubiésemos enterado de que la escenografía y los actores estaban fijos y que sólo era la cámara la que se movía podríamos contemplar el cuadro con devoción. Para olvidar esa mentira dicen que a un argentino se le ocurrió inventar el día del amigo precisamente un veinte de julio sugiriendo veladamente que para buscar amigos era cosa de tomarse un transbordador y viajar a otros planetas. Qué pena es que de tanto mirar hacia arriba no se haya dado cuenta que amigos, lo que se dice amigos, están todos al alcance de la mano, no importa la pretendida perfección de los instrumentos de medición del tiempo y del espacio. Están todos acá, conmigo, aunque el recuerdo de a ratos se aparezca menesteroso y tardío. Al fin y al cabo como uno mismo que es eso: un tipo menesteroso que está fuera del tiempo.
Yo fumaba junto al vidrio y lo vi. Era un vagabundo enclenque. Caminaba de un modo ridículo, casi pintoresco por culpa de una pierna renga, torcida, quizá más breve que la otra. Llevaba un bolsito de los mandados y volví muchos calendarios hacia atrás. Antes era otra cosa. Ir al mercado a hacer las compras era “ir a hacer los mandados”. Uno ponía lo que había comprado en su propio bolsito, hecho de unos leves hilos de plástico de colores casi siempre opacos, como venidos a menos. Tal vez la culpa sea de que nunca vi un bolso recién estrenado. Todos los bolsos eran viejos. Aun no nos había invadido la profusión de la vida descartable y todos nos aferrábamos con fuerza a lo que teníamos, y lo cuidábamos porque duraba para siempre, lo que no era poco decir. Fue un espejismo. Estoy casi seguro de eso. No puede ser cierto que he visto lo que he visto, veinte años después, en un pueblo que no era el mío, mientras demoraba el regreso a la silla en la butaca que me siento siempre, que tampoco es la mía.

lunes, julio 19, 2004

Lo recordé como un viaje largo, demasiado largo. Al cabo de él me esperaban unas preciosas milanesas calientes y coca cola, un baño reparador y tres charlas. En la primera me puse el disfraz de hommo trivial y conquisté a la que pretendía fuese mi suegra haciendo gala de una maravillosa ubicuidad en el centro del lugar común. Conté los horrores que me provocaba alguna guerra, el desconcierto de los vaivenes de la política, el deseo de radicarme en algún lugar que estuviera a los pies de las sierras, cerca del verde como para dejarme poseer por la furia repentina que sólo se consuela con unos mates con bizcochitos a la sombra de algún árbol lejos del hogar pero cerca de casa. Ese era el punto. Convencerla de que necesitaba vivir en un terruño que fuera todo mi casa aunque tuviese que compartirlo con otras gentes que acaso ni de lejos ambicionen lo que yo. En la segunda charla lo abordé a Juan Carlos. Ejecutivo en bermudas él, de esos que no conocen la luz del sol del verano por zambullirse cada mañana en el estacionamiento subterráneo de la empresa, quitarse el saco y aflojar la corbata, pedir café, dar órdenes, todo con la vista puesta en el chapuzón que se daría en la piscina a la vuelta, ya de nuevo con los suyos, dejarse flotar panza arriba como si de un cadáver se tratase. Con él fui amable, cómplice en guiños trillados, agudo en los análisis, poseedor de un firme proyecto de vida que no se torcería bajo ningún concepto o sí, sólo a cambio de más felicidad para mí, que sería la felicidad de mi familia. Me puse el overol de luchador y fui un gladiador sudado que no permitía mácula alguna en su estampa, siempre la guardia alta y la sonrisa alta, distante. Le gusté. Al final de la tarde vino Carlitos, el bocha, el hermano mayor. Me examinó de arriba abajo y me preguntó, como quien desea romper el hielo antártico era cultivado en música y esas cosas que ocupan a la juventud. Le di una breve clase que no estuvo exenta de una exhaustiva denostación de las canciones con que él solía animar fiestas de quince años y casamientos. Pero qué le vamos a hacer. Lo mío era otra cosa. Si sólo me faltaba calzarme los lentes en la punta de la nariz para parecer un estudiante de filosofía que mama la teta de Spinoza desde un departamentito de la Recoleta. Era distancia y respeto lo que imponía mi imagen y no podía arriesgarme a no ser consecuente con eso, pero parecía no importarle. Guardaba un as en la manga para el preciso momento en que yo hiciera pie. -No serás de la lepra(1) vos, no? Ahí nomás saqué mi carnet de la filial de Rosario Central en mi pueblo con el logo que nos hizo Fontanarrosa y todo y Carlitos fue a la heladera a buscar un par de cervezas que eran algo así como los laureles que les cuelgan a los ganadores en la F-1. Cuando Juan Carlos nos dejó la piscina para los dos solos la miré a Mariela a los ojos muy profundamente y la supe cercana hasta lo inverosímil. El sol se había puesto hacía mucho tiempo ya, nadamos un poco, nos sentamos en el borde, justo al lado del cenicero lleno, ella trajo un toallón, lo puso sobre mi espalda y me peinó con los dedos. Ahí por fin caí en la cuenta de que esta batalla era la crucial y no tenía escapatoria. Ahora no eran suficientes las máscaras ni los rodeos. Ya no era mía. Ninguna mujer ama a un tipo que albergue en un puño a sus afectos con tal gallardía. Acaso no se animen a aferrarse a algo que se ajuste a las generales de la ley y prefieran adentrarse en un terreno fangoso, incierto, que se asemeje más a un signo de interrogación. Aprenderás a ser el que sos para librarte de tus arrepentimientos.   (1) La lepra, o leprosos, es el calificativo que usan los simpatizantes del club Rosario Central para referirse a su tradicional rival o sea... quién?
¿Han notado que desde que se produjo la violenta irrupción en la política argentina de la mujer como protagonista, cupo femenino mediante, los carros -otrora- hidrantes han pasado a ser hidratantes?

domingo, julio 18, 2004

Los domingos, muy a pesar de mí, todo el tiempo se hace leve. No acaba aun el martes que estoy deseando tomarme una cervecita helada el viernes, como si atravesara el pórtico que me conduce a una ciudadela un poco más amable con mis carencias que ésta, la que transito cotidianamente. Y llega el viernes y la cerveza me duele hasta el mediodía del sábado, que se hace tan breve que con tan solo pestañar siento que ya es domingo y me ataca la prisa por atar cada uno de los cabos que me ha deparado la semana y aun los que vienen de semanas anteriores y eso es aun peor que la semana misma en que, al menos, está a la vista el mojón del descanso. Y así los días y así las noches, todo en medio de un vértigo propio de una road movie por mis venas.
¿Y si en realidad sucediera que el problema no es la escenografía y que la obra que estoy representando para deleite de unos pocos voyeurs -que ni siquiera abonan ningún óbolo- no es en si una mala adaptación de una obra pretérita sino que soy yo el que ha extraviado el libreto y puesto a improvisar he cometido tantos errores que lo pintaba para tragedia con un poco de épica trascendentalista se ha convertido en una farsa? No digas nada. La misma manía del boicot llevada al extremo de lo intolerable que mengua en ocasiones apenas para hacer caer el peso de las maletas en otro, mi sombra.
La soledad de vez en vez cobra formas fascinantes. Acaso en sueños me he permitido verla como una cinta blanca capaz de envolver los retazos de lo que queda de los buenos tiempos. Una par de ojos color aceituna por aquí, unas medias corridas negras por allá, un zapatito de puntera plateada, un omóplato tatuado, un chal, una comisura, un párrafo remarcado en libro de bolsillo, un cordón, un arete, un bastón de azúcar de Chateau Vieux, unas llaves inútiles, una puesta de sol en la rambla, el olor a la lluvia de verano, una pinza de depilar, un pocillo maculado. Eso que parece se parece más a una colección de desengaños que a las partes de un algo puede ser un todo si con paciencia se lían los fragmentos. A primera vista el bastoncito no se amiga con las llaves vecinas y es la cinta la que debe ser la que hermane lo que el olvido ha hecho reñir. Pero la cinta será sólo una cinta hasta el preciso momento en que se junte con los carmines que me han traído hasta aquí y me han dejado a la intemperie.

sábado, julio 17, 2004

en ciernes

No soy de los que se pliegan a esas verdades que se hacen tales a fuerza de la mecánica repetición. En consecuencia no adhiero, entre otras cosas, a aquello de que lo que mata es la humedad. Nos matan cada día muchas cosas, pero no la humedad. Todo lo contrario: son ciertas y determinadas humedades las que nos ponen de cara a la vida, a un plato de comida, a una emoción semoviente. Pero sí es cierto que la humedad enerva algunas costumbres. Precisamente al lado de mi cama veo las mutaciones de una pared bajo el influjo de una inmensa mancha de humedad. En un principio eché la culpa a mi propio baño, a la precariedad de las construcciones que datan de medio siglo y se disfrazan bajo el barniz de la pintura nueva, siempre que el color escogido sea bueno con la vista. Pero no. Ojalá hubiese sido eso. El problema se hubiera solucionado y yo ya no odiaría a aquel plomero que no encontró nada luego de haber destrozado el azulejado del baño. A falta de cuadros, me deleito mirando esa pared que supo ser de un tenue verde y ahora se descascara en formas indescifrables, siempre ajenas a mí, como si fueran la risa de hiena de un artista que sospecha que le espío su in progress. Y qué decir de la puerta. La madera se hincha y presagio que se acerca el día en que sea preciso saltar por la ventana para escaparme de mi prisión húmeda. La gente estúpida, como yo, no duerme mientras se encarga de buscar razones. No importa que sean más o menos fundadas o fantásticas o poéticas, lo que interesa es tener algún culpable. Qué va, la horca siempre está preparada y nunca habrá juicio justo. Hace poco me han dicho que el viejo de al lado se quedó viudo. Puedo entenderlo. A cierta edad una esposa se convierte en una madre que se prodiga en todos los cuidados que requiere una vida masculina que se prolonga más de lo debido. Creo sospechar la atrocidad de la dependencia que se crea. Es similar a la del bebé asido con las dos manos al pecho de su madre, tal el irrompible vínculo que se traza. Las mujeres no dependen tanto de los hombres. Por eso es que las viudas viven mucho más que los viudos. Yo no sé si es él, que no para un segundo de llorar en silencio, o si es ella, que aprovechando su incorporeidad no ha hecho abandono de su cuarto matrimonial y orina contra la pared que separa ese cuarto de mi reino. Hasta hoy, lo soporto, pero juro que cuando se dañe alguno de mis libros no responderé de mí. No señor: ahí sí que se arma la gorda.

Instrucciones de uso

Antes de leer quítese las gafas y los preconceptos. Así verá tan poco como el autor y se inmiscuirá en los recónditos misterios de los tabúes que se quieren transfundir. Lea sin pretender alcanzar un significado: puede que no lo haya. Vuelva a leer. No se preocupe si descubre eslabones de una cadena sin cadena: el autor padece de una creciente levedad y trata de aferrarse al mundo de mil modos distintos aunque carezca de eficacia (Gracias Anderson Imbert). Si todavía no lo ha visitado el hastío practique el copypaste con total descaro. Llévese todas y cada una de las letras, hasta la más despreciable y colóquelas en un documento de Microsoft Word. Ornaméntelo hasta que la gracia llegue a sus ojos. Imprímalo en papel de descarte (se recomienda el reverso de los recetarios de los médicos). Sírvase una copa de vino (preferentemente tinto) y vuelva a leer. Si Vd. es mujer evocará en su espalda la presencia de un cartógrafo con ansias de trazar un mapa de relieves. Si Vd. es hombre sentirá en su paladar la sal de la existencia vulgar del autor. En cualquier caso, sírvase otra copa, cierre los ojos y sueñe.

viernes, julio 16, 2004

Salvo la inmortalidad, el hombre ya ha creado todo cuanto le es posible. No puedo pensar en otra cosa cuando me detengo por un momento en noticias como que un grupo de científico ha reducido el alma a unos pocos componentes químicos que responden a estímulos eléctricos o, dicho de otro modo, el alma, una provincia rezagada del cerebro, único órgano que se deteriora sin remedio. No me extrañará una mañana en que el locutor de la radio lea que al fin se ha descubierto la medicina única, la que sirve para curar absolutamente todos los males. Casi puedo escucharlo exagerando la emoción y conteniendo la risotada. La pócima está hecha con una ensalada de excrementos y un trago vale, sólo por ahora, lo que un litro de agua en pleno Sahara.
Cuenta Gabriela que los años le pasan rápido. Se van haciendo cortos los días anuncia al pasar mientras levanta la mesa y ya el otoño se abate virulento sobre follajes y esperanzas. Si es julio, ella dirá que hay que pasar agosto, eso es lo bravo. En primavera farfullará cosas incomprensibles. Que la humedad, el reuma, los años. Seguro que se viene una helada y las plantas florecieron y nos quedamos otro año con las manos vacías. A poco de la helada, se apresura a anticipar un verano caluroso y sus sienes lagrimean a cuenta de lo que vendrá. El 31 a la noche toma en su copa de sidra, el único trago dulce que le espera, y se empalaga. Pide paz y trabajo y ese año, sí, mucha paz, muchísimo trabajo.
Llega con las últimas fuerzas. Pone la llave en la puerta. Apenas se sacude los pies del barro de un largo día que empezó con el garrotillo cortándole la cara, hundiéndose en las arrugas que habrían de ser más profundas al cabo de la jornada. Una más, una menos. Se quita el saco. Va al baño, pisha, se mira en el espejo detrás de la barba. Imita la mueca de una sonrisa ante el espejo que le devuelve la imagen de un fantasma de cejas enarcadas. Por fin se mira en los dientes un rastro de pizza, un resto de orégano. Lava los dientes con prisa furia. Se deshace de los zapatos antes de entrar en el dormitorio. Sobre la puerta del placard deja la bufanda y el sueter; en la silla el pantalón, doblado, la camisa, la vida que odia. De puntillas se mete en la cama para no despertarla. No tiene suerte. Entonces toma sus manos y ellas lo besan, le hablan, lo pisan y entiende que eso que dicen de la muerte es verso. Todo verso.

miércoles, julio 14, 2004

¿Cogito?

Qué cosa extraña es ser feliz. He sido feliz pegando mi oreja a un parlante. Jimmy Page se deshacía en una arpegiada que bautizó Bron-Yr-Aur. Quise que hubiese comenzado un millón de veces o, mejor aun, que nunca acabase, montarme en el acorde que con suave galope conduce a los cielos artificiales que nos depara el arte. Pero, al fin, terminó como terminan todas las cosas, las pequeñas, las que vemos, las que tienen alguna vinculación con el tiempo que gastamos. Hay otras, sí, que duran más que nosotros, tanto que ni nos damos cuenta, no existen o existen en la medida en que podamos estar nosotros para sentirlas. Y al terminarse sentí la tiranía que había ejercido la canción sobre mí mismo al depararme un placer que se regodeaba siendo efímero, aunque yo ponga resistencia y evoque borrosa la guitarra, la escala, la textura. Me llevé la evocación a la vereda, a la caminata. La pretendí en el pan que compré a precio vil, en la sonrisa trunca de la vendedora, en la tapa de los diarios que hacen culto de la mentira en enormes titulares. Por un buen rato sentí que el mundo era indiferente de mí, de cualquier cosa que pudiera hacer, y quise leer en eso un insulto. Todo el tiempo, todo el mundo, todos los insultos, todo para mí. Cobijé la fantasía de ser el ombligo del mundo. Creí que hubiese sido mejor que el pan me lo regalasen, que la minita soltara la sonrisa y me dijera que me amaba sólo de verme caminar con mi par de carpetas apretadas debajo del brazo izquierdo, que era mi foto la que acaparaba todas las tapas, todas las letras y era mi mérito el que se las había ganado. Por último me sentí un infeliz ante la improbabilidad de que nada de esto ocurriese en la realidad. No es posible que el esto en lo que vivo se confabule para insultarme siquiera. Soy en la medida que puedo ser ante la más cruel indiferencia del resto, del afuera. Dejate de joder, Mayer, me dije y apreté de nuevo play. Y repeat.

Lilí

Una máscara le hubiese bastado para seguir su andar peregrino tras el destino que no habían podido forjarle acabadamente sus padres; él demasiado amigo del etílico que es casi igual a decir un alma siempre en pena, pletórica en sus mejillas coloradas hasta el hastío, debajo del cabello de plata que no le deparaba esa gravedad que suele ser consecuencia de las canas, andar desgarbado, suerte de caballero andante caído en desgracia, acaso talentoso en un oficio de poca monta, heredero de un apellido esdrújulo, sangre vasca y perfecto blanco de eso que los burgueses como yo llamamos mala suerte; ella morena, de amplias caderas, bonita cuando joven y ahora surcada por la numerosa huella del tiempo que se ensaña con la gente de buena voluntad. Posiblemente trabajase en Salud Pública o algo por el estilo con tal que requiriese llevar un guardapolvo blanco, un enorme maletín marrón en cuero para un tranco que había conocido mejores maletas que la desgracia de un marido borrachín. Si hasta alguna vez los vi caminar juntos del brazo. Era la plaza y la salida de la misa del domingo por la tarde, la calle estaba llena de verde y ellos tenían mucho de la foto que conservaban sobre el modular, como amuleto de otras horas, como retoño venido a menos, a veces como súplica. Una máscara pensé y casi me río. Pobre Lilí. Crecer en un hogar semejante a esa foto del modular cortada al medio. Llegar a casa del colegio y que no esté nadie, prepararse ella sola la leche, encender el televisor, urdir un plan malévolo para destronar a Paola del trono de ser la mejor del tercero A. Paola no lo merecía. Le había escuchado a su madre decir que esa chica como abanderada sería una deshonra para la escuela, demasiados remiendos, se enfurecía, certificado de pobreza, y la sangre se le amotinaba en la vena del cuello hasta tensar el cuello de la camisa. Pude conocerla porque alguna vez vino a casa a hacer los deberes con mi hermana. Me sorprendió su parda mirada punzante, su beso ligero y húmedo, su belleza temprana, todo junto como si fuese un mal presagio. En ese momento y en los que le siguieron de inmediato actué con desdén, pero pude armarme una composición de lugar idónea para saberla, echarla de menos, zambullirme en malos pensamientos. No me llamaba la atención que con mi hermana se amaran y odiaran con alternancia metódica. Mi hermana cleptómana; ella aprendiz de mujer, tiempista, casi falsa. Alguna nochecita, después de correr los postigos, alguien llamó a nuestra puerta con cierta virulencia que nos alteró. Era un agente de policía. Mi hermana le había dado flor de murra a Lilí. En casa se armó un conato de hecatombe, un simulacro apocalíptico y en secreto me alegré de no ser el responsable. Más de un sábado la cana me había sacado del boliche en mal estado y sé que mi padre me hubiese dejado dormir a la sombra hasta el lunes, hasta que un juez de menores que no sabía nada de mí lo conminara a llevarme de nuevo a casa, a reprenderme, quién sabe sino a fajarme. Pero esta tragedia tenía algo de cómico. Después nos reímos del policía infeliz, terciando en un conflicto de borregas que se pelean por el novio y esas cositas. Era el pueblo, era la época. A mí empezó a crecerme la barbita rala y a ellas las tetas. De nuevo el tiempo se hacía notar como una pegatina en la heladera que decía dale que se te hace tarde. Ya no era su belleza la que me atraía sino esa personalidad de nena criada a la bartola, tan cerca de mí y tan lejos sólo por guardar el recaudo de no inmiscuirme en los asuntos de mi hermana. Ahora la mirada punzante me revelaba un reclamo de protección, un abandono de los sucesivos abandonos que la habían escogido. No obstante, quizá por sentirme de otra escala, mayor o altanero o cagón en resumidas cuentas, es que me aboqué a la conquista de las de mi edad, mis compañeras de curso, la tontera de creer que el roce cotidiano me premiaría por consecuencia. Hace poco mi madre me dio la mala nueva. Al pasar me preguntó: supiste quién murió? Y no me causó mayor espanto el interrogante. Todas las semanas San Pedro se carga alguno del pueblo y todos lo lloran como si fuera bueno. -La Lilí –me dijo y me quedé helado–. 22 años. Estudiaba en Bueno Saire, pobrecita. Se ve que apenas podía alquilar una piecita sin ventanas y con este frío tenía fuerte la calefación. El monósido, o algo así. La mamá tenía cáncer. Murió a los pocos días. De tristeza... Y me siguió hablando como si hiciera falta y me acordé de la máscara que la hubiera salvado, justo ella que parecía tenerla, pero se ve que no, que tenía la pielcita dura como los que crecen solos, los que libran batallas que están perdidas de antemano, como la celeste y blanca sobre el pecho de Paola, como el monóxido de carbono colándose por sus fosas nasales, danzando en sus pulmones, navegando en su sangre hasta raptar su alma pendejita para llevarla en ancas.

martes, julio 13, 2004

Hurga la mano tras la oreja sigue viaje no hay mucho donde ir por eso se detiene en el lunar la mácula llama a las llamas el error es el énfasis de lo perfecto.

lunes, julio 12, 2004

Qué extraño fue el día en que me acosté a dormir la siesta, cosa que a la que no era aficionado, pero tal vez un resfrío de verano o la prescripción de yo-que-soy-tu-madre pudieron más. Y por no ser fiel a esa costumbre quiso el creador que durmiera más del par de horas reglamentarias. Salir al patio por mis bártulos, un poco atontado, como si algo de mí se hubiera quedado en el mundo de los peluches y las cajas de libros con los que soñaba se hubiera venido conmigo. O tal vez la sensación de despojo de haber podido tener entre mis dedos muchas cosas más de las que solía tener, el vértigo de la sangre hecha torrente en mis muñecas que desembocaba en manos temblorosas de las que todo se caía con la facilidad que es propia de los idiotas, de los inseguros. Eso y mirar por encima del tapial, a ver si estaba el Negro, que tenía pelota nueva y era la envidia de toda la cuadra para salir a jugar, retando a los salvajes que vivían un poco más allá, en el alto, a masacrarnos en otra final intercontinental, en la que no faltaría el sudor, los sopapos y la pelota en el techo de lo del viejo Acuña. Y para colmo no estaba el negro sino que había nacido un horno de barro, algo mucho más interesante que lo que había en mi patio, plantas y plantas coronadas por una bomba de agua a la que yo le legaba todas mis tardes, dale que te dale, apurando el riego para abocarme a lo importante. En esos tiempos siempre era verano, aunque la escarcha y nuestros padres dijeran lo contrario y el acabóse tenía gusto a mate cocido. Pero lo extraño no era eso sino otra cosa, un retorno, la magia de lograr que el tiempo retrocediera y se llevara para siempre la privación de ver cosas tales como las manos de mi abuela, lo que nunca. De ahí en adelante la vería en el pan que amasaba mi madre, bajo la estricta supervisión de mi viejo, el encargado de prolongar la receta venida desde el frío y el hambre de la guerra.
tenía guardado un de vez en cuando. estaba al lado de las monedas de un peso que acumulo en el cajón, no sea cosa que un día de estos se me ocurriera hablar por teléfono y en esta cabina su peso vale dos pero no así sus monedas de cincuenta centavos. lo que, si bien se mira, quiere decir que mi de vez en cuando valía uno y sólo uno, con todo el horror que se olfatea en las cosas que se acaban. es espantoso que hasta el dolor pueda acabarse alguna vez. lo supe con la apendicitis. era tan fuerte el dolor que me dolía sin solución de continuidad todo, desde el hombro izquierdo a la rodilla derecha, a punto tal de pensar que la muerte es algo que no queda tan lejos, que puede estar apenas pasando una curva, una apendicitis. y eso no me resultaba descorazonador en absoluto. desde chico me ha pasado de buscar la verdad a cualquier precio, sin importar consecuencias, aunque doliera, aunque pudieran caer bigornias de punta. en eso supe leer después que amaba las certezas, las comprobaciones empíricas, el dulce sabor de lo irrefutable. coleccionar esas verdades no era apasionante como juntar estampillas, cabellos de mujer o cajetillas de cigarrillos importados. era algo más. podría decir que era como juntar las piezas de un enorme rompecabezas y así echarle leña a la ilusión cada vez que me hacía de un par de verdades contiguas, y el lengüetazo de ese fuego tenía algo de sagrado y de profano, el ansia de la gloria divina y mi toque pedestre, vulgar. lo bello era el camino. no podía percibirlo. los años me llevaron por otro rumbo y siempre fue mejor la marcha que cualquiera de los lugares a los que pude arribar. por eso junto las monedas aunque ya no tengo a quien llamar. es un modo de sentirme dueño de algo, pequeño, mío, para el de vez en cuando que también atesoro como si fuera el huevo en el nido, procurándole calor, proyecto, esquemas, espejos de sabiduría. pero llegó el tiempo de sentirme esclavo de esas pocas monedas que ya no sabría en qué usar porque el de vez en cuando me aparece lejano, cada vez más.
fabuladores, mercaderes simples mentirosos cacos de la razón, mercachifles han querido ver la tentación como una provincia de las profundidades, allí abajo, junto a las llamas. qué tendría eso de malo, quiero pensarlo y no me es dado ojalá pudiese ser cierto que se hace una sola cosa en la entraña de la tierra con las raíces y los sustratos la víscera, la base, la carne nada de eso es cierto y lamento defraudarme que tentación no se llama lo que pisan mis zapatos eso sólo es tierra como yo, mi elemento me inclino por hacer mi fe de otra mentira creer, por ejemplo, que tentación es sólo un sueño que reside en el lado oscuro de nuestros corazones pero es el cielo, lo inalcanzable, no es la tostada del desayuno, ni la blasfemia en la punta de la lengua, ni tus colinas ni tus valles. eso cabe aquí, en la palma de mi mano, en lo poco que soy por eso me gusta escuchar tu voz de súplica cuando me pide no dejarte caer de la tentación qué otro motor, qué otra llama, qué otro bautismo profano dar a la trémula vocación de que arriba sea abajo y ayer y mañana y ahora.

sábado, julio 10, 2004

otro qué podía esperarse de algo que fluye manso como un río detrás del mar que no te imaginás, ya sé otro normal, incluso decidido a conducir con mano firme o normal, si querés, nadie que te haga sombra bonito adorno para alcoba solitaria sí esa es la palabra, aceptar, bajar la guardia, arriar la bandera callarse aunque sólo fuera por esta putísima vez y no buscar razones debajo de alfombras peludas que no te di, eso querías si olvidar es la tarea para la casa, me dijiste y sin mirarte adiviné la sonrisa llena de dientes que supo embriagarme afilada, la nariz arrugada que espera un contragolpe una señal de vida, la bandera, pero no digo no, y lo digo elocuente, dejando la frase a medio decir no esto no aquello, sírvase completar la línea punteada la firma ahí, junto a la cruz esperabas más, qué derecho a pedir que termine las frases si las di de sobra acaso fueran mis sobras y no las quisiste qué corto soy, pensás y saludas con una copa a la planta en el balcón, qué ironía tanto aire para ella sola y sin embargo nunca dará el pasito hasta la vereda ¿vos sí? digo demasiado dije y fue poco no me ha sido dado torcer voluntades como muñecas si es que esto fue alguna vez una pulseada una compulsa, trabajo a medio hacer sin honorario otro, sí, te hará feliz, imagino con discreción, con silencio quedate con el grito, ya no hay vecinos para alborotar Solos nos hemos quedado pero no alcanzas a verlo eso ha cambiado, ya no ves, y no me apena que no fuésemos lo que te anoté en el papel que tenía tierra de viento digo estuvo bien, a pesar de los arrepentirse y las noches sin dormir que están ahí, acechantes ahí como acá. digo faltó que acá fuese ahí hay muchos modos de no ser y una sola manera de decir. no...
Ponías la mesa. Prolijamente discreto el mantel, los cubiertos en perfecta escuadra con copas y platos. Todo demasiado perfecto. Eructaste y aun no habíamos cenado.

viernes, julio 09, 2004

Steinbeck, Capote, Greene, Huxley, Gombrowicz, Simone de Beavoir, Olivia Goldsmith... Todo junto y de un solo saque. Trelew, fin de semana largo, cinco grados bajo cero, siete libros más para la biblioteca Mayer.

jueves, julio 08, 2004

Para Laurita, a quien debo la resurrección de este texto

Esta tarde me ha deparado el susto. Ayer, muy temprano por la mañana, me incorporé a la vida de repente, como si me hubieran expulsado de un encantador tugurio de los bajos fondos, y lo hubieran materializado en una hermosa patada en mi culo. Más aun, al sacar la cara del peso de las mantas he sentido todo el peso del invierno, hecho una carne húmeda, fría, ajena. Juraría que en un solo acto yo levantaba mi rostro, los ojos entrecerrados, el pelo hincándome en la frente y en la nariz y también quitaba mis ojos, mi nariz, mi ser de un charco en el medio de una callejuela desierta en noche de perros. Me sentía la serpiente encantada observando un cuadro tan embriagador como podría resultar el elemental amor de dos perdedores, escribas como yo, extranjeros como yo, mis dos mitades. Ella portadora de la perfecta redondez que puede leerse en sus escritos, presa de las sectas de la autoayuda y el arte cooperativo. El, pura sombra de hombre retorcido de cirrosis, heroico redactor de las artes clandestinas, hecho la inasible furia de un puñal que machaca y machaca. Los miraba, me regodeaba de su danza, de a poco consuelo y venganza, de golpe la vocación por derogar el tiempo que era de ellos, este y sólo este momento. Ella feliz del homenaje a su mejor obra; él feliz de aplicar la estocada punzante que demuele y construye en el coro de una sola voz. Hubiera bastado que cubran mis ojos. Qué necesidad de quitarme el trago y mi dinero para arrojarme afuera, a un charco que suena a alarma de despertador y huele a rutina de oficina. Ayer me sentía en la obligación de plasmar el sueño en un papel o lo que es lo mismo tratar de aprehenderlo fuera de mí. Pero no era un texto que se deje escribir: había que supurarlo. Me dolía en los huesos, pero me faltaba Clarice, algo de ella. Hoy que la tengo, es el sueño el que se ha marchitado, y con el sueño el texto ha muerto. Y el susto es la meridiana certeza de no encontrarlo nunca, engalanando los azulejos de un baño público o mancillando una antología que leen los escolares.
antes de que el día de hoy sea de nuevo tiempo perdido, como quien dice una hoja más del calendario, una frase de Emerson, la marquita en la pared de la celda del presidiario, antes de que sea demasiado tarde, se me ha ocurrido que es preciso que hoy, a más tardar a mediodía, quede fundada una religión destinada a dotar a la gente de otra fe, no ya una fe de esas que suelen presentar como ciega, tampoco digamos estrábica, míope, ni nada que tenga que ver con los asuntos oftalmológicos y derivados; pienso, mejor, en una religión que dote a los feligreses de un nuevo modo de ver las cosas, de modo tal que les parezca extraño que la letra jota no esté dentro de la palabra orangután y que les moleste soberanamente lo contrario. el lector atento se preguntará para qué pueda servir esto. lacónicamente responderé que carece de toda utilidad, pero me tienta pensar que pueda enseñarse a la gente a ver las cosas de otra manera. eso.

miércoles, julio 07, 2004

lluvia/4

Me compre un diario. En el camino a casa se mojaron las hojas. No he podido leer nada, pero se me ocurre que no habría nada interesante que leer. Mi diario tiene hoy una hoja en blanco. No terminé una viñeta que empecé ahace una semana, ni una sola línea de un poema interruptus, ni esa cita de Lispector que no tengo donde buscar ni una imagen de aquel sueño que se escurrió entre las fauces de un despertador inoportuno. Podría despedirme de mi diario diciéndole que vuelvo mañana, a la misma hora, pero prefiero que el día de hoy quede sellado bajo un escupitajo.

martes, julio 06, 2004

lluvia/3

Luciana terminaba su tarea del colegio y quería salir al patio. Arriba un cielo estampado de nubarrones grises y su madre diciéndole que no, que hoy no, ni mañana, acaso el sábado, pero mejor esperar a la primavera que siempre trae en su canasta flores y pajaritos. Y Luciana se enojaba. No le gustaba dormir la siesta como hacían sus padres en estos días de frío en que apenas si salían a la calle por lo elemental y volvían agitados y con la nariz colorada como quien se escapa de un fantasma. Entonces no tenía alternativa: miraba apenada el afuera detrás del vidrio de la ventana de su cuarto y sentía como las gotas corrían por su cara aunque en apariencia estuviera a resguardo de la lluvia y esos males. En realidad se moría por salir al patio, a su jardín, a hacer travesuras, aprovechando que dios, allá arriba, se habría ido como sus padres, a dormir la siesta, que es lo que debe hacerse cuando llueve.

lluvia/2

En la calle me causó algo de fastidio. Las ráfagas de viento arrojaban las heladas gotas contra mi cara con frenesí. Aun cuando la caminata fuese lenta, la respiración se hacía esforzada, como si pretendiera emular la violencia de Eolo. En cambio tras la ventanilla, en medio de la ruta, podía verse una delicia del impresionismo. El cielo convertido en una inmensa mancha de gris que se adivina llena de puntos, de milagros. Si bien si mira las gotas frías a lo lejos se unen en una prolija hilación cielo tierra que no acaba ni empieza y son muchos los hilos los que dan forma al tejido. Y un poco más allá se filtra la luz como si el mañana pudiera confluir en el hoy como un color más de la acuarela.

lluvia/1

Durante varias semanas me entretuve escuchando un programa de radio. Me había atrapado una investigación sobre negocios turbios de algún funcionario y pese a la indignación que me ocasionaba no podía contener la breve rutina. El programa tenía la singularidad de estar conducido por un par de mujeres, de edad mediana, bastante conocidas en el ambiente del periodismo y envueltas en la misma frazada de falta de credibilidad que el resto de sus colegas, no obstante ser correctas en el lenguaje, educadas en el trato, mujeres e incluso bonitas. Me intrigaba una de ellas, aunque ya he condenado su nombre al olvido. Creo recordar que su apellido era de origen polaco. Me gustaba mucho escucharla no tanto por lo que decía, al cabo no era muy distinto de lo que charlaban los pelafustanes en cualquier café de medio pelo, sino por cómo lo decía. Sus palabras se regodeaban en una cierta elegancia que tenía por ropaje una estudiada tonada litoraleña. En las radios suele cuidarse ese detalle: se prefiere a las voces neutras, sin identidad como si nadie pudiera ser la voz de alguien o de todos. No sé si es un prejuicio, pero siempre he creído que las mujeres tienen más propensión al orgasmo por vía auditiva. En lo que a mí respecta, puedo decir que disfruto mucho de la escucha pero disto de visitar esos limbos. Pero no dudo que puedan haber excepciones que no hacen más que poner en blanco sobre negro mi sospecha. Cada una de esas tardes llamó a la radio un oyente que luego de una identificación impersonal, digamos Alberto de Barracas, dejaba caer su deseo: que ella dijese la palabra lluvia. Por cierto, en el litoral argentino no tienen nuestra costumbre de llamar shuvia a la lluvia. Ellos dicen más bien iuvia. Las señoras celebraron cada día la intervención de digamos Alberto de Barracas y la aludida, consecuente, satisfizo el pedido, una y otra vez. En cada una de esas tardes ha llovido en Barracas.

lunes, julio 05, 2004

El sol les hacía mal. Muy mal, pero la culpa era de la noche, demasiado corta, demasiado intensa. Eso tenían los veranos cuando eran adolescentes. Un camping de lo más menesteroso, siempre el más barato, la comida apenas resguarda por los taperwares que eran casi todo el mobiliario. Lo más importante era cargar en el pantalón la ropa de onda, el pantalón con la chapita, muchas remeras con inscripciones extranjeras, un par de camisas, un suéter de hilo por si refresca y alguna campera potente: las noches sin alcohol pueden ser crueles en la playa. Pero eso no importaba casi nada. Bastante perfume, pelito con gel, los puchos, la cerveza en lo del gringo José, que la tiene a uno con ochenta y sabés lo que son veinte centavos. El gringo estaba en una esquina bastante retirada pero se podía pizpear, botella en mano, el desfile de beldades, una mejor que otra en una sinfonía de minifaldas, brillos, escotes y pantalones ajustados. Al tugurio al que iban había que caer temprano, digamos dos, dos y media. La entrada era gratis, pero en pareja, así que el encare se había trasladado a las veredas del local. Y era cuestión de apretar los dientes y arrimarse a las que tenían pinta de timidonas. Con las lindas, salvo alguna sorpresa inesperada, era cosa de rebotar de un modo atroz que ni con resorte. Y entraban todos y gratis. Alguno siempre quedaba rezagado, hay que decirlo también. Ese pagaba entrada y la camaradería lo excusaba de pagarse algún trago adentro. Qué tiempos aquellos, piensa uno de esos muchachitos que sentía que pertenecía al mundo sólo por sacrificar sus tripas a cambio de estar ahí, bajo las luces con un vaso en la mano meneando su humanidad, siempre en pose sugestiva. Hoy es maestro de escuela en un pueblo perdido. Reniega con los pibes que son cada vez más rebeldes pero se muere de ganas de hacerles un guiño y decirles yo también fui como vos y no tenés ni idea de las veces que me acosté con zapatos y tenía las orejas llenas de arena y te felicito de que lo hagas porque éste es tu tiempo, no mañana ni pasado, no hagas caso al consejo de tus viejos. Un día te vestís con el saco azul de la responsabilidad y ya no estás para aventuras y sabés lo feo que ha de ser no tener nada lindo para recordar?
De a poco voy saliendo de mi agujero lleno de privaciones. Es elocuente. Apenas cambio la mercancía deseada por un puñado de monedas me convierto en un ser elemental. Se me extinguen por un buen rato los deseos que son esperables en una persona normal. A quién no le pasa que se compra unos zapatos y apenas llega a su casa se sienta a mirarlos con detenimiento: horma, costura, suela, contrafuerte, acaso cordones, taco y hunde su nariz en la cavidad destinada al pie sólo para tratar de embriagarse de un solo tirón ese maravilloso aroma que no tardará en irse. Por un buen rato el par de zapatos es en realidad amo y señor y uno actúa como poseído por los poderes de un licor de otros mundos. Si hasta con un poco de entusiasmo dan ganas de lamerlo. Y después de quitarle los cordones y estrangularlo para que se de por enterado de quién es el que manda. Es un rato.
Con los primeros rubores de la tarde he salido a comprarme un disco de Piazzolla. Hubiese preferido un libro, sinceramente, aunque he preferido acatar ciertas señales de esas que me suelen visitar. Mi aparato de radio apenas si era capaz de sintonizar tres estaciones. Mi favorita se ha mudado de frecuencia. Qué aviso mejor que ése podría tener para darme cuenta de que viene siendo la hora de echarle otras melodías a mi buhardilla. Hablando de señales, alguien ayer me dijo “las cosas cambiaron”. Qué modo más solvente para decirme que sigo girando en el mismo lugar, sin atreverme a dar un solo paso que no sea sobre un piso seguro. Volviendo a los gustos, hubiese sido mejor música para mis oídos que me digan que lo que ayer era abrirle la puerta a un sueño sin límites es hoy la actitud de un pelotudo. Y tantas palabras habían sido. Justo yo que no sé de moderaciones me veo en el deber de enfrentarme a mi mismo, ahí, donde siempre, dando vueltas y vueltas. Justo yo que pensaba que lo que da vueltas es el planeta y sin embargo uno no se cae y si se cae vuelve a levantarse. Podría colegir que hay gente que necesita la visita de ángeles al solo efecto de arrancarle las alas y pedirles luego que vuelen. Y vuelan, pero ellos no lo saben.

domingo, julio 04, 2004

Me despertó el ulular de alguna alarma del vecindario. Esa maldita costumbre de los domingos a la mañana con sabor a dream interruptus. Y pensar que me acosté alborotado y hasta me permití sospechar que acaso ya no me tocara despertar. Y sí, cerraba los ojos y se encendían unas luminarias cegadoras. No es para menos. Se inauguraban los Juegos Gástricos y esa marcha candente que describía trazos circulares era la mentada antorcha. Ese debe ser el fuego sagrado con el que se llenan la boca los cronistas. La algarabía de un distrito jaqueaba el intento de ejercer el ocio por el resto del cuerpo. Sólo pude reposar después de verme de nuevo en los anteojitos Gucci, qué lindos eran. Pero es claro que una cosa es despertarse y otra muy distinta integrarse al mundo de los vivos. Esa transición suele formalizarse en una ceremonia que no está exenta de bostezos, brazos y piernas que elongan haciendo una feísima coreografía. Y las frazadas que no acaban de darse por vencidas mientras agoniza el sueño en una sinfonía de espasmos multicolores. Qué frazadas, si están todas en el piso y tengo los pies helados de caminar descalzo sobre la escarcha. Y qué habrá sido de la almohada? Debía estar debajo de la cabeza o no muy lejos de allí. No. Se ha escondido debajo de la cama y yace desnuda de funda. No pude haber sido yo el causante de tal calamidad. Es imposible desenfundar a una almohada si uno no se vale de las dos manos. Fue de nuevo la querubina. El sable fuera de la vaina, toda una provocación. Eso y las frazadas que me robaron, y el hueco en la cama y el espejismo del bollito y el robo de la foto del portarretrato y las manchas de dulce de leche en el mantel. Eso me pasa por asaltar su intimidad un sábado de noche y frío. Lo demás es previsible. La complicidad de un botón que se desabrocha solo. La manita que se moja en la lengua y recorre con método la cordillera nasal y el contorno de la boca y los anteojos de Gucci mitigando la luz del velador. No juegues conmigo, querubina, y si lo hacés no dejes que duerma con los pies a la intemperie, que sólo los cuidados maternales pueden arrancarme de las fiebres y no hay manitas que compongan este desorden.

sábado, julio 03, 2004

Para Patricia, que se inspira con mis historias gatunas

Pronto aprendió que habían otras cosas. No es que fuera especialmente inteligente aunque sí podía decirse que era dueño del don de mirar todo cuanto pasaba a su alrededor y en un mundo plagado de señales hay que ser muy tonto para... No es que le faltaran amigos. Tenía muchos e incluso varios merecían la pena. Pero así como los niños se inventan amigos invisibles para jugar él prefería bautizar con nombres humanos a sus mascotas, casi todas gatos, feos gatos. Sandrita, Rubia, Hugo, Jack, qué sé yo, la memoria se me hace corta de a ratos y se me estropea la hilación, sabrán disculparme. Rubia era particularmente hermosa. Tenía un pelaje muy brillante, casi platinado. A la sensualidad propia de su especie le había sumado un par de ojos enormes, inocentones, tres o cuatro pelos de bigote de una curvatura tal que recordaban a las pestañas de mujer. Eso es. Se parecía a una mujer cuando nueva, poseedora de ese arsenal de seducción desinteresada que desarma al más pintado. En su contemplación no queda otra que mostrar el pañuelo a modo de bandera blanca. Pobre Rubia. Un día, él agarró la bicicleta, síntesis perfecta de su pretensión acrobática y todo terreno con un pequeño espacio en el que todo quedaba cerca, a unas pocas vueltas de pedal, y en ese arranque frenético atropelló a la Rubia. Y ya no pudo ir a ninguna parte. Era todo un desconsuelo lleno de mocos viendo sus patitas quebradas y sus ojos llenos de lágrimas truncas. Era la pena misma verla, especialmente a la hora de comer. El resto de los gatos se le adelantaban y ella no podía ir demasiado lejos con esa velocidad. Su patitas delanteras remolcaban un cuerpito demasiado pesado que, por lo demás, reptaba. La seguía un cortejo de moscas extasiadas por la mierda pegada bajo su cola, tan bonita era que ni así... El por las tardes se cruzaba al arroyito a mirar correr el agua y planeaba echar a la Rubia al agua. Darle una muerte que la arrancara de su angustia arrastrada. Pero volvía a la casa y ya no se atrevía al sacrificio. Se me ocurre que el animal le echaría encima esos ojazos y él se rendía. Tal vez mañana sea el día, pensaba, y se volvía para no mirarla. Y un buen día fue mañana y casi grita cuando ve a la rubia con las patitas traseras erguidas, sin poder moverlas aun, pero erguidas. Eso sí que era una maravilla que no le habían dado los magos en las fiestas. Era mejor que la multiplicación de los panes que le enseñaba el catecismo. Una cosa era leer milagros y otra muy diferente verlos. Temió a natura (el temor como una forma de amor, tema de disertación) cuando la supo capaz de componer lo que él había roto.

viernes, julio 02, 2004

escaparme de mí mismo ando queriendo piedra libre para mí que estoy allá donde se encoge la sombra detrás del trole que retrase trueno diana despertares

la guerra del gato

A Nicolás, llegado cierto momento de su corta vida, le dio por las mascotas. Bicho que se cruzaba por la calle, bicho que llevaba a su casa para horror de su madre, para risa de sus hermanas. No siempre fue así. Apenas había empezado a caminar y sus travesuras comenzaron a agravarse. Ya no era interesante romper cristales, algo valioso o ensuciar cuanto tuviera a mano. Mejor que los muebles, siempre tan quietos (a quién le interesa causarle daño a lo que está inmóvil?) se dedico a jugar con los gatos que había en la casa. Eran muchos pero todos tenían prohibida la entrada a la casa. Había una madre gentil que siempre les daba de comer las sobras. Siempre o cuando se acordaba, que es casi lo mismo. No hacía falta convocarlos con mayor o menor gritería. Ellos solos se agolpaban frente a la puerta del fondo apenas oían en la ventana de la cocina algo que se pareciera a ruido de platos, cubiertos y cacerolas. No eran gatos de raza, ni siquiera eran lindos, más bien todo lo contrario. Algunos de color negro viejo, otros grises como la melancolía. Los menos agraciados vestían de un dorado venido a menos y tenían manchas blancas o negras en los precisos lugares del traje en que desentonaban, como si fuesen marcas de la mala vida. Puta que era mala la vida. Feo eso de mojarse la manito con saliva y limpiarse el hocico, el vecindario de los ojos y creer que uno se ha bañado, perfumado y puesto la mejor ropa. Daba igual que fuese invierno o verano. Sospecho que eran mendigos reencarnados y mendigos de los malos, de esos que todo lo hacen por el interés de la recompensa. Qué injusto soy con ellos. No tenían la menor idea de lo que era el amor o de eso que recibían los gatos en otras casas. Me refiero a los arrumacos, palabras cariñosas, prudentes aseos, todas esas cosas que un buen gato no habrá de valorar. A Nicolás posiblemente le afectara ese modo de vivir tan ligado a la miseria y decidió ponerle fin. Y lo hizo metódicamente. Al lado de su casa había otra que no tenía un patio demasiado acogedor. Tampoco un límite claro con su propia casa. Apenas una pila de bloques sin pegar. Apenas la diferencia del suelo. En casa de Nico el patio era de tierra, lleno de árboles y plantas de toda especie. A poco de aprender a hablar ya le sabía el nombre a todas y podía decir sin repetir y sin soplar las características de cada una. En la casa de al lado había vivido una década atrás Horacio, con su esposa Olga (dios la tenga en la gloria) y sus hijos, Negro y Cachete. Cachete sí que era simpático. No era rubio pero sí tenía una panza que se burlaba de todas las remeras. Hacía gala de un temprano conocimiento de la división de género que caracteriza a la Humanidad. A las mujeres le cortaron el bicho. Eso decía y todos reían sin que él se sonrojara siquiera. Horacio se ganaba la vida haciendo bloques de cemento. El pueblo era muy pobre. O quizá no, pero eran muchos los que no podían levantar una casa de bonitos ladrillos. A ellos proveía Horacio. Por eso en vez de patio para que jugaran los niños, la parte trasera de su terreno era la pista, en la que por las noches dejaba orear los bloques recién hechos. Claro que nunca faltaba algún gato que en vuelo trepidante, en apenas un leve movimiento destrozaba uno o diez bloques y Horacio enrojecía su oscura tez y tiraba carne con vidrio por aquí y por allá. Vidrio grueso para que sufran los hijos de puta. El triste paisaje de ese patio trasero tenía una pequeña tregua en una cisterna de la que sólo se veía una boca redonda y una planta de damasco, que dios sabe como hizo para sobrevivir a los soles de aquellos veranos sin una gota de agua. A los soles y al cemento. Cuando a Nicolás le quedó chica su casa para las travesuras, saltó el tapial improvisado y descubrió un nuevo mundo que colonizar. No era ni de lejos tan lindo como su casa. No había sombra de parrales para que los viejos tomen el mate de la tarde, ni pozo de agua ni nada. Apenas el damasco y la cisterna. Me imagino que habrá asomado su cabeza a la cisterna, viendo que quedaba un resto de agua, mínimo vestigio de la existencia de alguna vida anterior en esa casa. Se habrá acordado de sus gatos parias y fue por ellos. Uno por día de la semana los fue sacrificando sin miramientos. El gato chocaba con el agua, se hundía un poco, quería salir a flote pero el agua podía más y el agua se metía por sus fauces hasta engordarlos al extremo. Llegado ese punto les resultaba fácil flotar. Claro. La macana ya estaba hecha. Y así con todos. Ya vas a ver cuando venga tu padre, le dijo su mamá y el no se preocupó. Que lindo ser niño y que nada sea mayor problema ni el viento ni el frío ni la plata. A la noche llegaba papá, cansado de trabajar y mamá la exponía aterrorizada el cuadro. Nico tenía una respuesta: -Los maté porque eran viejos. No recuerdo si pudieron refutarlo.

jueves, julio 01, 2004

dios es un niño caprichoso que se burla de mí con sus bromas malas todas Como esa de ponerme lo feo allí donde lo bello allí, justo allí donde no puedo mirar.